Ralf Bönt, Berlín (D)

Nacido en 1963 en Lich; reside en Berlín. Estudios de mecánica del automóvil. Doctorado en Física. Director del Münchner Literaturbüro (oficina de literatura de Munich). Edición de la revista de literatura Konzepte.

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El efecto fotoeléctrico

Nouvelle (fragmento)

 

       a Ellen Miller

 

En el principio era el silencio y la excitación y la pregunta de por qué los icebergs no se hunden. No me sorprende que hayan tardado tanto en resolver el enigma, aunque antes pensé “en seguida lo sacarán”. Pero esforzarse significa equivocarse, y quien espera, se esfuerza de un modo especialmente grotesco. Yo también creí durante un tiempo que debía encontrar el acontecimiento decisivo, aquel acontecimiento que causó un giro en la búsqueda de la solución, y luego narrar en círculos o espirales o de modo polifónico y contradictorio o sin ningún orden. Pero no podía decidirme a favor de un acontecimiento determinado y mucho menos en contra de los otros. Hasta que advertí que la historia no tenía una dirección unívoca, sino que estaba sometida a los deseos, eternamente cambiantes, de la cotidianeidad.

Yo soy la excitación.

Uno de esos días en los que todo podría suceder de modo diferente, muy diferente, Hamburgo era, con cien mil habitantes, la ciudad más grande de Alemania. Algunos, sin embargo, no la contaban entre las ciudades alemanas, pues a pesar del ferrocarril tenía menos comercio con Berlín y Munich que con Amsterdam y Londres, que albergaba a varios millones de personas y era la ciudad más grande del mundo. Que en Londres llueva al mismo tiempo que en Hamburgo, situada a setecientos veinte kilómetros hacia el Noreste, puede ser llamado casualidad, aunque suceda más o menos frecuentemente. Hablo del 22 de febrero de 1857. En Londres había vientos fuertes, casi tormentas.

En una ventana de la Albermale Street estaba Sarah Faraday y observaba cómo las ráfagas empujaban el agua, dibujaban motivos y estrías en los charcos y los borraban para intentarlo de nuevo. La ventana vibraba entre los marcos. La lluvia se lanzaba en absurdas arremetidas contra el vidrio. Michael Faraday estaba sentado junto al hogar.

Miraba fijamente el fuego y ya no se preguntaba cómo el agua, con el frío, podía formar mágicamente esas figuras regulares sobre los cristales, ni por qué el metal frío dejaba quemaduras en la piel. Esto le había interesado cuarenta años atrás. Ahora él dormitaba, quizás corría tras una idea que, a su vez, era más rápida y escurridiza que él. Quizás intentaba dormir y, si lo hacía, no lo hacía concientemente. Al parecer debía relajarse, aguardar a que el sueño llegara y lo transportara a otro lado por diez o veinte minutos. Pero relajarse no era nada fácil.

Faraday tenía sesenta y dos años. Había abandonado la escuela a los trece, cuando la luz o al menos la luz inglesa aún estaba hecha de partículas que venían volando desde el sol bastante rápido y en línea recta. Repartió periódicos gravados de altos impuestos de casa en casa, pudo aprender encuadernación y, al encuadernar, leer los libros. Siempre había soñado con una vida mejor. Creía que todo sería mejor cuando se supiera más sobre él. Al fin y al cabo, él, precisamente él –y no los grandes eruditos de Europa, ni Humboldt ni Ampère ni Volta y tampoco su gran benefactor Sir Humphry Davy–, había hecho de la electricidad y el magnetismo una única cosa: el electromagnetismo.

Y había logrado algo mucho más osado. Había demostrado lo que nadie consideraba posible: que la luz era magnética. Faraday nunca había dudado de eso, al contrario, estaba seguro: todo era uno.

Sólo que él no era uno. Le faltaba algo más que esa última conexión, que también me habría liberado a mí, la conexión entre luz y corriente eléctrica, y en Hamburgo, en el número 20 de la Poststraße, que, como sucedía muy a menudo, se encontraba en el mismo sistema de baja presión, Heinrich Hertz luchaba por aire en el seno familiar. Esto no era algo inusual. Al nacimiento sobrevivía sólo uno de cada dos niños, de las madres moría una de cada cinco, diez o veinte, nadie lo sabía con exactitud, pero sin exactitud lo sabían todos, también Gustav Hertz.

Junto a la ventana, a espaldas de Faraday, estaba Sarah.

Ella había aprendido a concentrarse en el momento. Podría haber enviado a los niños y al perro al Green Park por una hora. Los niños habrían sentido el viento azotar sus cabellos, habrían sacado la lengua para probar la lluvia, al llamar al perro, sus voces se habrían perdido en el viento, los ladridos habrían sido llevados en todas las direcciones. Cuando regresaran, ella tendría preparada una toalla y les secaría la cabeza junto a la puerta. Ellos se habrían quitado los zapatos, habrían corrido alborotados a la cocina, ya estaba preparada una sopa de patatas con tocino, cuyo aroma, además del ruido, invadía el lugar. Diariamente Sarah oía sus voces, también por las noches, voces, siempre.

Miró en dirección a la fría cocina y bajó la vista. No pensar en eso ahora, se exigió de sí misma, también en la disciplina tenía práctica. Por la mañana Michael había mencionado, sin quejarse, su pirosis, y lo agotado que estaba, por lo que habían decidido no ir al oficio religioso de los sandemanianos. Él temía los dos sermones de tres horas y el largo almuerzo común en el intermedio, pues no había ningún sitio para echarse y cerrar los ojos. Y prestar atención no podía en ningún caso, porque en lugares cerrados su capacidad de concentración se desvanecía en menos de dos minutos. Aún así, él y Sarah no faltaban casi nunca, pues lo contrario llevaba a un día silencioso. Ponía en evidencia que él dejaba pasar el tiempo, aunque éste trabajaba contra él.

Faraday estaba ahora sentado en el sillón, la pirosis no había cedido, y aun cuando esto sucediera, le quedaba la jaqueca, que a veces era un dolor constante, otras un martilleo, otras un acero ardiente desde las cervicales hasta los globos oculares. Quedaban los dolores de muelas y el malhumor que vivía en él, como un antiguo amigo vestido de negro que sencillamente no quería irse. Quedaba la irritación, que era lo que él más odiaba y sobre lo que nunca hablaba, tan poco como sobre los hijos que faltaban. Quedaba el vértigo permanente, que, visto desde arriba, se producía en sentido horario y aumentaba su velocidad con la misma constancia y lentitud, sin cambiar jamás de dirección.

¿Cuándo habían comenzado los mareos?, se preguntaba a veces Faraday. ¿Veinte años atrás? ¿Qué eran veinte años? Los niños habrían sido dos, un varón y una nena, por lo menos, pero el único hijo de Sarah era Michael, y su hijo era el conocimiento y el conocimiento había comenzado a despedirse de él.

Ya casi era mediodía. Al entrar y mientras se sacudía el abrigo mojado por la lluvia, el médico de la familia Hertz preguntó en broma si no podrían haber esperado hasta el día siguiente, pero el dueño de casa llegó a la sala justo en ese momento, con un movimiento de cabeza agradeció al sirviente, indicándole que se retirara, y no hizo caso de la observación del doctor.

–Por favor –dijo Hertz secamente–, sígame.

El médico obedeció.

¿Estaba la partera?

–Naturalmente.

Hertz era un hombre de frente ancha, pómulos altos y ojos oscuros. A los siete años lo habían bautizado junto a sus padres en la Iglesia de Santo Tomás, de Leipzig, y habían cambiado su nombre David Gustav por Gustav Ferdinand. A continuación, su padre había adquirido la ciudadanía de Hamburgo por treinta marcos. Gustav Hertz tenía una mirada tranquila, decidida, y estaba acostumbrado a ser él quien dictaminaba. Abrió la puerta de la habitación de su mujer, Anna Elisabeth, que, el cabello bañado en sudor, estaba contenta de ver al “señor doctor”.

Los dolores, con los que Sarah Faraday nunca había dejado de soñar bajo la constelación que fuera, llegaban ahora en un ritmo menor a los dos minutos, y cada vez le quitaban a Anna Hertz el conocimiento.

Desde el punto de vista acústico, el doctor fue apenas comprensible cuando, mientras se lavaba las manos largamente, dijo para sí algo como “muy tarde” y le explicaron que esa situación ya duraba desde hacía un rato.

–¿Cuánto tiempo?

–Tres cuartos de hora.

La partera intercambió una mirada con el médico, quien, después de pedir al dueño de casa que se volviera y antes de ordenar “cloroformo”, examinó el canal de nacimiento, pero luego le dijo a la partera:

–Esto lo hago yo. Usted prepare las pinzas.

Pidió agua caliente y un paño húmedo, que nadie debía tocar.

Anna Hertz volvió a doblarse y emitió sonidos nunca antes escuchados. Una sirvienta trajo agua hirviendo en una fuente de metal, que tenía cogida con guantes. Hundieron en ella las pinzas. Gustav Hertz abandonó la habitación, sin dirigirle una última mirada a su mujer, y fumando iba de aquí para allá por el pasillo, hasta que, a causa de los ruidos que atravesaban la puerta, resolvió tomar asiento en el salón y mirar el fuego.

Las siguientes dos horas, en las que Faraday recordó cómo había descompuesto la luz –de la que ahora sólo entraban restos dispersos a través del techo de nubes y el vidrio ondulado– en el prisma y la había arrojado en una placa de cobre, duraron una eternidad.

Aunque la memoria de Faraday no sólo era sencillamente mala sino que se encontraba en estadio de disolución, y él no podría haber dicho el año ni el decenio, recordaba perfectamente la primera vez que había intentado hacer electricidad de la luz. En una acción de retirada obligada y continua hacia un mundo más pequeño, había elegido como refugio su trabajo, ¿qué otra cosa hacer?

Ese día, el 26 de septiembre de 1828, Faraday estuvo ansioso como nunca en la más reciente historia del Universo, pues había conectado la placa de cobre con un galvanómetro. Pero no hubo reacción. Tampoco cuando sumergió la placa en ácido sulfúrico diluido o cuando arrojó sobre ella todo el espectro de la luz solar. Los experimentos, escribió Faraday en el cuaderno de laboratorio, habían sido realizados de modo descuidado, y mientras en el canal de nacimiento Heinrich Hertz luchaba por su joven vida, quizás él había tenido otra vez, en su débil tensión, la esperanza de recibir una inspiración salvadora. Quizás ya estaba cerca.

Aunque quizás no.

“Cómo nos duele en el corazón”, observó allá por 1920 el químico berlinés Alfred Stock en su artículo sobre la peligrosidad del vapor de mercurio, con el que Faraday había trabajado diariamente, “leer en las cartas del gran investigador la frecuencia con que iba a ver a su amigo médico y se le quejaba porque ya no retenía los nombres, había perdido la conexión con sus colegas, que olvidaba sus propios trabajos y anotaciones, su correspondencia, que ya no sabía cómo se escribían las palabras”.

“El órgano afectado”, había comprobado Faraday en algún momento, y ahora no sabría decir cuándo había sido, pero Stock lo citaba, “es mi cabeza. La consecuencia es la pérdida de memoria, falta de claridad y mareos”. Stock sabía por propia experiencia a qué se refería Faraday. Lo llamaba embobamiento.

En el hogar crepitaba la madera. Faraday no pudo sino dejar subir por el esófago otra ola de ácido jugo gástrico, casi hasta la garganta, siempre infectada de hongos. Sarah vio que al tragar se aferraba en silencio al respaldo de su sillón, luego las manos se aflojaron.

¿Qué, se preguntó aturdido, le había recomendado el médico para la pirosis? ¿Una tostada bien seca, un poquito de brandy caliente y agua? ¿O eso era contra el eterno malestar estomacal? Le pidió a Sarah el brandy, por lo menos borraría los dolores en las mandíbulas y en la cabeza como si fueran huellas de garras de pájaros o gusanos de arena barridas por las suaves olas de la veraniega playa de Dover, donde Sarah, después de mucho dudar, le había dado el sí.

–Vayamos a Brighton –la oyó decir detrás de él–. Necesitas aire fresco.

Tenía razón. También él luchaba por oxígeno. Apenas inhalado, el oxígeno era absorbido en grandes cantidades por el veneno, y desde hacía tiempo la costa era su única orilla salvadora. A menudo había podido relajarse con el aire marino, había desarrollado ideas, como aquella que finalmente lo llevó a la inducción: colocar un magneto en una bobina de alambre no es una simple ocurrencia. Lamentablemente, debo decir, Faraday se dejó llevar demasiado por esto. Por ejemplo, en 1845 condujo rayos solares a través de un alambre en forma de hélice. Una vez había probado a las apuradas con el cielo despejado; otra, más tranquilamente, con un poco menos de luz. Por supuesto, no vio ningún efecto. Un año más tarde poseía un galvanómetro perfeccionado. Al siguiente tomó luz artificial, la concentró, la polarizó, y la encendió y la apagó abruptamente, también esto había llevado en otros casos a llamativos fenómenos en los que leyó indicaciones que lo condujeron a la meta por caminos sinuosos. Introdujo en la hélice un vidrio pesado. En mayo de 1848 había tomado una placa de plata, un alambre de platino que calentó, todo sin éxito. De hecho cada vez se alejaba más de su meta. Sólo en el primer experimento había estado muy cerca del efecto fotoeléctrico.

–Mañana viajamos –determinó Sarah.

El brandy causaba una agradable sensación sobre la lengua, en la cavidad bucal y al tragar. Difuminaba su calor en la cabeza y en el tórax. Sorprendente, pensó Faraday, lo rápido que el alcohol alcanza el cerebro, y después que las dos palabras, luz y electricidad, habían sido barridas, el médico le había salvado la vida al “ya medio muerto muchachito” Heinrich Hertz. Gustav Hertz fue llamado a la habitación de su esposa, donde vio a su hijo que “había llegado al mundo apergaminado y arrugado”, y en seguida volvió a salir, agobiado.

Respiré profundo.

Ya al día siguiente la madre estaba dispuesta a “querer a su Heins, a aprender con él y a esforzarse, porque debía convertirse en un hombre grande y capaz, en alguien importante” Luego miró desde la ventana el alboroto de la calle. Ahí pasaban muchas madres con sus hijos, y sin duda no deseaban otra cosa. Anna Hertz suspiró.

Pero Heinrich Hertz se convirtió en un jovencito bien educado y capaz, que, según se podía oír, nunca sacaba a nadie de sus casillas. Le gustaba el bricolaje, el dibujo, el modelado, la carpintería, se proveyó de un torno y pasó cada minuto con él. El médico opinaba que sería escultor. Un maestro ya lo consideraba un matemático, y convertido en muchacho, fue a Francfort para hacer prácticas de ingeniería de construcciones, fue a Dresde, donde entró en una de aquellas violentas asociaciones estudiantiles, cuyos miembros rociaban diariamente con vino tinto sus heridas frescas, para que las cicatrices se hincharan bien, e hizo que su padre le escribiera una carta que le prohibiera la participación. Sin embargo, no presentó la carta, como tenía planeado, pues al mismo tiempo el padre le envió una segunda que le desaconsejaba hacerlo.

Heinrich fue a Berlín para cumplir con el servicio militar, un día le gustaba la disciplina, otro despreciaba ese tono mandón. Fue a Munich, donde quería o debía convertirse en ingeniero, pero luego descubrió a su amor. Ahora bien, el profesor de física Philipp von Jolly le desaconsejó que estudiara esa disciplina.

–¿Por qué? –preguntó Hertz sorprendido.

–La teoría de la electrodinámica –dijo Philipp von Jolly alegre, orgulloso y con una sonrisa irónica, como dos años atrás le había dicho a Max Planck– es la última fase en la búsqueda humana de la ley de la naturaleza.

–¿Por qué? –preguntó Hertz sorprendido.

–Lo que Maxwell ha logrado siguiendo las ideas de Faraday es la fórmula del mundo –dijo Philipp von Jolly–, no hay nada más que descubrir.

–¿Por qué? –preguntó Hertz sorprendido.

–Desde el desmoronamiento de la insensata teoría de la luz corpuscular –el profesor se dispuso amistosamente a explicarle al muchacho del Norte–, estamos al final del estudio de la naturaleza.

Aunque, por supuesto, las partículas de luz no habían sido una mala idea. Pero él estaba contento de que ahora el sol no perdiera masa y las órbitas de los planetas, en consecuencia, permanecieran estables.

No es fácil de creer, pero las opiniones son asunto del corazón. Los seres humanos son más sugestionables que los caballos, y en cada época hay una moda que se impone sin que nadie siquiera pueda verle la cara al tirano. Sin percibir contradicción alguna, los seres humanos consideran que los muros de la prisión son una defensa, creen que los intereses propios son lo mejor para el bien común, y en lugar de quedarse con la boca abierta, escuchan con devoción cuando un hombre especialmente solitario y por eso tendiente a la contabilidad saca su flautita y ejecuta una melodía, después de la cual hay que callar sobre todo lo que uno no puede hablar. Esto es indignante, no sólo porque ya en un principio había silencio suficiente y después, al final, más del que uno puede soportar o aceptar sin perder un poco de su dignidad, sino porque quiérase o no se le presta atención sólo a enigmas. No se habla de otra cosa. Nos esforzamos en mantener alta la moral y envidiamos a los cínicos. Intentamos aferrarnos a un corazón puro; yo mismo lo hice. Pero Heinrich Hertz era todo menos un excéntrico. Siendo estudiante, y más tarde, siendo profesor, escribía cada semana a “mamá y papá”, continuamente les pedía dinero y toda clase de permisos.

La cosa tenía muy mal aspecto.

Pero yo lo había subestimado. Paulatinamente comprendí que las cartas dirigidas al padre, en las que solicitaba aprobación, no eran más que amenazas. Heinrich Hertz estudió física. Por momentos creía que habría sido mejor vivir antes, antes del microscopio y del telescopio, cuando todavía había “tantas cosas nuevas”, pero después de los estudios volvió a Berlín, donde fue asistente de Hermann von Helmholtz y reconoció que la luz era una onda, la vida corta y el arte largo. Sólo que no intuía lo condenadamente breve que sería su vida ni lo condenadamente largo que sería su arte. Aún no.

Se enamoró de los experimentos. El mercurio no le fascinaba menos que a los otros. Fluía diferente de cualquier otro líquido, pues cuando fluye normalmente forma bolitas que escapan rodando rápidas y divertidas, aunque se las puede apretar con los dedos y formar bolitas más pequeñas. Amalgama otros metales y da las viscosidades más curiosas con las que se pueden hacer las cosas más absurdas. Y sobre todo, conduce la corriente eléctrica de modo confiable y dócilmente por los rincones más abstrusos. Era el negocio del momento y la neurotoxina a menudo está interesada en el negocio. Sus adversarios dicen que es el tramposo más grande y épico: dispuesto, con incomprensible disciplina, a cumplirte cualquier deseo, simulando, con un arranque de genialidad, ser el ayudante ingenuo, y un gourmet cuando mata.

No sé si una vida narrable siempre necesita un hecho ilustre y un error fatal. A Faraday le diagnosticaron en vida sólo exceso de trabajo, y póstumamente neurastenia con componentes histéricos. Y Heinrich Hertz cometió su error, al parecer, en 1881, cuando se dedicó al mercurio. Einstein tenía dos años, Sarah Faraday, que sobrevivió doce años a su esposo, llevaba igual tiempo muerta, cuando Hertz evaporaba increíbles cantidades de aquel metal. Midió la distribución de la temperatura en el mercurio caliente, la superficie estaba mucho más fría que el interior, planteó una ecuación de la presión del vapor, y dejó que éste se elevara incoloro dentro de la nariz, desde donde, entre otros, por el nervio olfatorio se metió directamente en el cerebro, sin dar, no obstante, el menor aviso de su presencia.

Pasó sólo un año hasta que el estómago y el intestino se rebelaron. Pasó un año hasta que él, cortésmente, como lo había aprendido, habló de sus malestares. Hasta que él despertó a las cinco de la mañana sin poder volver a dormir. Digo “sólo”, porque Heinrich Hertz no llegó hasta los mareos y la pérdida de memoria. Al parecer, para llegar a esto el sibarita invierte diez años, incluida la fase en que la víctima se entrega a la ignorancia y la negación. Aproximadamente diez años. Dicen los adversarios.

Ese año Heinrich Hertz podría haberse convertido en director de la proyectada iluminación eléctrica de Berlín, según propuso de modo perturbador el consejero secreto Von Helmholtz. La capital de nuevo se había proclamado a sí misma; esta vez, como Electrópolis. Hertz, sin embargo, prefirió ser docente en Kiel. Descomponía conceptos como masa, átomo, éter y onda, y escribía sobre ellos de manera innovadora sin publicar nada. Intentó explicar por qué uno podía estar de pie sobre una placa de hielo sin que ésta se hundiera. Su explicación era ridícula: la placa se doblaba y se convertía en un bote. Se extravió en un amorío, el mayor peligro para los genios en los que la gente deposita su esperanza. Se convirtió en profesor titular en Karlsruhe.

Allí cayó en un estado de pánico.

“Si dentro de un año no estoy casado”, le escribió a sus padres, “me enfureceré sin límites”.

Un colega de su edad lo supo auxiliar. Diez días después, Hertz se comprometió con la hija de otro colega mayor. Pero el pánico permaneció. Esa misma noche se tomó la cabeza, caminó en círculos, se tomó el mentón, desesperó, tres días después disolvió el compromiso y causó un escándalo en la sociedad de Karlsruhe. No hubo para la mujer menosprecio más burdo, tampoco para él.

Se descargaba en cartas a sus padres, y debo decir que lo abandoné, cuando después de la última clase del semestre viajó a Suiza, subió una montaña, pero “no pudo contenerse” y viajó de inmediato a Hamburgo. Después de un día y medio de viaje en tren se encontró, en Hamburgo, con la madre y la hermana. Ellas estaban a punto de partir hacia Helgoland. Se les unió, pero sufrió de “terrible inquietud y agitación”. De regreso a Hamburgo. Allí: “Peor imposible, melancolía, apatía.” Hizo una cura en el instituto de aguas curativas de mejor reputación para el tratamiento de la neurastenia, y solicitó licencia para el semestre siguiente. Sobre esto, cito: “Inseguridad, desdicha, hurañía, fastidio, desesperanza, tristeza, vergüenza, maldición.”

Heinrich Hertz necesitó algunos años de asco de sí mismo y del mundo hasta que encontró una nueva novia y el mundo se le iluminó una vez más. Aunque cada rayo de sol seguía entrado en su habitación, tan recto como ninguna otra cosa en el mundo, y sólo podía ser visto cuando chocaba contra un objeto, por una partícula de polvo, que danzaba en el aire, nadie creía ya en el fotón. No importa, pensé, puesto que hasta hacía poco nadie había creído en ondas en ese campo, sino sólo en partículas, sólo una cosa festejaba siglos, no, milenios: el fotón. En el caso del sonido sólo han gozado de favor las ondas. A nosotros, fonones, nadie nos pensó nunca. Hasta hoy la opinión pública no tiene conocimiento de nosotros, y el fotón, después de dos siglos malos, fue rehabilitado: por Albert Einstein. En 1886, cuando la firma Einstein iluminó eléctricamente la Oktoberfest, Heinrich Hertz ya había encontrado por casualidad lo que Faraday había buscado en vano: cómo generar electricidad por medio de la luz. Si Faraday hubiera utilizado tensión eléctrica en lugar de ácido sulfúrico, seguramente no le habrían desaconsejado el estudio de la física a Planck, Hertz y Einstein.

La historia habría sido otra.

 

El autor agradece al Archivo Estatal de Hamburgo.

 

Traducido por Nicolás Gelormini

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