Steffen Popp, D

Nacido en 1978 en Greifswald, reside en Berlín. Estudia en Dresde, Leipzig y Berlín. Ha publicado dos volúmenes de poesía y una novela.

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Spur einer Dorfgeschichte

© 2011 Steffen Popp

Traducido por Nicolás Gelormini

 

Huella de una historia de pueblo

De madrugada, paseo sobre la campaña resplandeciente. Bucear en medio de un banco de niebla flotante hacia la arboleda, siguiendo el curso de los arroyos congelados, por las cuencas de los valles, escalando por desfiladeros, frente a las altas cumbres. Puntos de observación marcados hace ya mucho tiempo, tragados por los árboles. No es tu historia: la de una colonización, la de un hámster de bosque que en su cueva no despierta jamás, después de meses de dormir bajo la nieve. Entumecimiento, claridad de helada. Sonido lejano de un hacha.

 

La luz interior; hombres que aparentemente no viven de otra cosa. La luz te consume. Sólo en el caso de que exista. Cordelia y Berthold, quienes comparten esa perspectiva; Dirk, quien la ignora. En el asiento trasero del Golf de Dirk: el vehículo corresponde al ignorante, tú no puedes simplemente deshacerte de él. Sobre el espejo interior se bambolean un decolorado árbol aromático del lavadero de autos y un trol de nariz bulbosa, que aprueban a Berthold reflexivamente.

 

Una película usual en un paisaje de fuentes. Casas de pueblo, graneros, garajes se apelotonan junto a la pendiente, anuncian miseria material, incomprensión técnica. Movimientos de cabezas detrás de las cortinas, Cordelia no puede entender de qué forma ha podido suceder aquí alguna vez algo como el socialismo. En la región se fabrican prototipos de los enanos de jardín alemanes.

 

Nunca se comprenderá el socialismo. Dirk: cuando era niño, yo tenía un libro que explicaba la hora, un tomo rojo en rústica de los años cincuenta en que mi madre aprendió a leer la hora, y probablemente también el tiempo. Exhibía el día laboral de la familia socialista modelo: claro, funcional, un mundo flotante de la Bauhaus. Ningún conflicto, nada de basura, solamente pequeñas perturbaciones de cuando en cuando, el encresparse de la superficie, que se desencrespaba a vuelta de página. Esto le agradaba en ese entonces. Los niños habrían de tener este instinto: todo tiene que tener un orden o ser llevado a uno.

 

Tu conciencia burguesa en el asiento trasero, un onírico barco hundido, un centauro. Cordelia ve lechuzas, sus cabezas enormemente giratorias, ojos en la oscuridad atemporal. Su vuelo cernido, el quebrarse de los huesos delicados en ese vuelo. Suavidad inaudita del pellejo de lechuza, que un disector, como si se tratara de una muñeca, estira la mano sobre ella.

 

Dirk mira el libro de las horas.

 

Monumentos arruinados alcanzan a Berthold. En el pueblo hay edificios de empresas: un complejo de ladrillo recocido de la época de la fundación del Imperio, reacondicionado y transformado en centro turístico; un bloque de los años de posguerra, tapiado, con un techo en ruinas, ojos muertos. Ventanas a pensar como ojos, a Berthold le parecen fallidas; también la circunstancia de que detrás de ellas, además de cristales para gafas y tubos de rayos X se fabricaran, durante mucho tiempo, ojos artificiales, contribuyen a que los vidrios, empañados por la mugre y en gran medida resquebrajados, no permitan que penetre mirada alguna. Por otra parte, una vez pensados como ojos, los objetos te observan con fijeza; en el caso de Berthold, las ventanas lo penetran por completo. Los primeros tubos de rayos X fueron puestos a la venta aquí en el año 1896, los primeros en todo el mundo; incluso antes de Röntgen, supone Berthold, que adquiere en la tienda del museo un pisapapeles de cristal en forma de schnauzer gigante, para un amigo de Constanza, adiestrador de perros.

 

Reflexionar sobre este objeto, a menudo te has topado con pisapapeles; aparecieron herraduras, guijas del río, un brezel; solamente en dos ocasiones hubo reclamos o quejas respecto de estas cosas, una vez con la pila de íconos irrompibles confiscados en la oficina de aduana siria, otra con algunas cartas, en lo de una tía en Krefeld, que siempre intentaba meterte en la boca dulces que ella había hecho. Cuando se trataba de facturas impagas, de extractos bancarios del saldo en la caja de ahorro, uno veía cumplido el sentido del reclamo; el cargador de una pistola Beretta, no sé de dónde lo había sacado ella, en la frontera de Siria había sido el hueso del maxilar inferior de un asno. Tu satisfacción con esta imagen. El asno no se defiende, entrega indiferente una parte de su cráneo para la causa.

 

                            *

 

El pueblo tiene alas, se halla en el lomo de la montaña, como un vampiro. Por las noches sobrevuela los bosques, una mancha negra gigante, con pequeñas islas de luz, resplandecientes globos de luz. Todo un cosmos, con pretensiones de vía láctea, en la que te encuentras de pie en zapatillas. Tus ideas a él le dan igual, su botín es la vida. El envejecimiento que todo lo penetra, el empequeñecimiento, la perpetuación derriban a Cordelia, sobre la bella nieve que se transforma en barro con el campo calórico de su cuerpo. La pierna poco afortunada de Berthold sobresale en la imagen.

 

Singular estado del conjunto de la edificación: casas con techo a dos aguas de la administración forestal y bungalows de invierno de los habitantes de la ciudad en el suburbio del pueblo, en dirección a los bosques. Pabellones ladeados sobre praderas cercanas al pueblo, en uno de ellos Dirk yace sobre un sofá floreado. En otro se amontonan elementos para la construcción de cercos eléctricos y abrevaderos para el ganado moteado, que pace durante el verano en las laderas. Desde otro llega el bullicio del griterío de borrachos, que por las noches se chocan con los jabalíes, se estrellan contra los ciervos. Dirk: todo lo que puede cantar un pueblo está basado en las cacofonías de la ebriedad, del choque y de las aflicciones. También expresiones de los consternados habitantes del bosque crees percibir.

 

Singular estado del conjunto de la edificación: un campamento para las vacaciones de los empleados de empresas al pie del Rübenstein. En el transcurso de los años, cabañas arruinadas, en las que alemanes emigrados de Rusia esperaban su distribución por los diferentes estados; más tarde, solicitantes de asilo, que aguardaban la resolución administrativa de su situación. Evacuado, también el bosque parece un campamento extranjero, cuando Berthold y Cordelia se mueven en él, semejantes a antiguos cazadores de pieles, a animales de pieles finas, atraviesan como cohetes lunares su cuerpo podado por tormentas y por la tala indiscriminada.

 

Búsqueda de lugareños: la mujer con el corte de pelo de pony hecho por ella misma marcha con energía por la nieve alta hasta las rodillas, su terrier enano se arrastra tras ella tirado por la correa y con saltos fracasados. Las diversas, pequeñas criaturas de la naturaleza –dice– le dan pena, los hombres las aplastan, según ella. Mucha miseria bajo la cubierta de ese cráneo, presiente Berthold. Como él ha estudiado solamente sociología, no es capaz de realizar un diagnóstico mejor. El terrier, el perro bastardo con parte de terrier al menos, tú no sabías que el pelaje puede amarillearse. Este animal fue en otros tiempos blanco. Ladra, una especie de chillido, a la nada. Ella se hallaría muy apegada a este perro. Él, estrangulado, mira sin embargo con optimismo: envuelto en una camiseta desflecada de tela polar.

 

Búsqueda de lugareños: el jubilado profesor universitario friega el piso enlosado de la cocina con un cepillo de cerdas. Mano, que antiguamente cascaba nueces, ahora prácticamente sin huesos, un estudio casuístico de artrosis hecho de tendones, músculos, algún cartílago y costumbre. Una araña de luz horrible, ve Cordelia, debajo casetes de música (Telemann, Händel), ordenadores portátiles fuera de uso, tapados por el polvo de las plantas hogareñas, huellas de arañas hogareñas.

 

Demostración sobre el dorso de la mano triste: piel apretada que permanece fija formando arrugas, indica escasez de agua. ¡Cuántas cosas que en general terminan por resultar indiferentes a la gente mayor! ¡Hermanos, todas las manos unidas!, sobre una pancarta en la entrada de un matadero. Ya quedó atrás hace mucho tiempo. Investigación de fármacos para el ejército. Pro bono público, campamentos de verano para niños enfermos de epilepsia. Introducción de un tubo capilar en el conducto cístico de una rata de laboratorio, en su época insuperable, en doce segundos. Otras tantas anécdotas del socialismo, cosecha Berthold. El enorme jarrón de Bollhagen brilla en el fondo bajo una luz negra azulada.

 

En la diminuta cocina, verter agua de un cántaro antiguo de cerámica Bunzlauer en un pote de mostaza Born. Algunos vasos de diseño de mi sobrino se encuentran en la bodega, a la izquierda, escucha Berthold. Silencioso correr de las aguas vertientes en tu cuerpo. Comunismo, algo genial, escucha Berthold, el patrimonio –escucha– es para idiotas. Todo esto con vista al paisaje, que se está afuera intocado, forma miles de millones de cristales de hielo, bajo el débil sol de los montes brilla un cerebro soñador como bajo una opaca.

 

                            *

 

Reconocimiento de la región, luego de una mirada escrutadora sobre el bosque cubierto de hielo, pero solamente de las calles del pueblo. Cordelia arranca del canalón tapones del tamaño de su brazo, Berthold informa sobre frontispicios, balcones, prosigue sin fin, continuamente aparecen nuevas construcciones. Bolas de nieve, al principio presuntamente de Cordelia; con torpeza, sin resolución, una cita de algo que en algún momento se llamaba juego. De repente con fervor, y con gran destreza, suaves parábolas cortan el aire. Impactos, blanco que se hace polvo. Madriguera de una liebre alpina, luego, la paz y la eficiencia de la actividad en conjunto conmueven a Cordelia hasta las lágrimas. Las lágrimas de Berthold proceden de un tiro certero, que ha dejado en su ojo algo que ahora se derrite. Nuestros abrigos de invierno resplandecían y cobraban una apariencia turística, pero eso estaba bien, aun cuando no se sabía por qué.

 

Con el comienzo de la oscuridad, recogimiento, con ánimo cristiano, al menos con ánimo socialdemócrata, en la fonda El jabalí feliz. Un ambiente tubular para los comensales, mal iluminado, el aire cargado de un vaho de alcohol, y de humo. La nieve acumulada y la reciente oscuridad oprimen a través de las pequeñas ventanas, a lo lejos se oye el golpeteo sordo y regular de un objeto de metal contra la madera. Accionar cauteloso en este lugar, tantear con los ojos, los oídos, crees encontrarte en un film histórico; tampoco la moderna barra de cerveza varía en nada esta sensación, la caja electrónica y el tragamonedas junto a la barra se integran sin rispidez en el pasado. En una bola de nieve anacrónica –observa Cordelia– se encuentra todo el pueblo.

 

Búsqueda de lugareños: el guardián del refugio, solo con un gran jarro de cerveza, se lo invita a unirse. Él –afirma– repara objetos de vidrio en un taller, luego del cierre del refugio, de la fábrica de vidrio; para protegerse, por así decir, frente al proceso de embrutecimiento. Marcadas huellas en el rostro del trabajo junto al fuego. Además, una única llama de un potente mechero de gas, que provoca una impresión espantosa; el guardián: bufa. El pueblo, hace más de trescientos años, sobre vidrio, apunta Berthold en un posavasos. La materia prima más importante de la zona era la madera, con la que eran alimentados hornos de fundición. Cordelia se sumerge en un retrato del jabalí feliz, su final en el gulasch y los embutidos la deja fría. El guardián del refugio se explaya sobre arenas de cuarzo, cenizas, secretos elementos áridos, Berthold embellece el posavasos con definiciones: sustancia amorfa, líquido congelado. Cordelia desenmascara el ambiente de los comensales como el buche del cerdo infeliz; abandona este lugar de inmediato, sigue la calle cubierta de hielo hacia la tienda del pueblo, compra un yogurt de la marca Zott, una goma de borrar color marfil del Kōh-i-Nūr. El elefante estampado en la goma ríe, logra quebrar la resistencia. También Berthold en el momento logra superar su escritura garrapateada sobre química, ir más allá de su artesanal concentración en la tarea. Alucinado, teme el tabernero, a pesar de que Berthold tomaba sólo agua mineral; lo echa del local.

 

Sentado sobre un cúmulo de nieve, delante de la nueva construcción, color carne, del cuerpo de bomberos, miras el registro de propiedad del lugar: antiguas disputas de generaciones por los bienes raíces, por los pasajes y sitios de paso, edificaciones grotescas anexadas; una montaña de hipotecas y obligaciones, que reflejan la montaña; cercos de madera y alambrado alrededor de cualquier palmo de tierra. Cordelia abarca el pueblo con una mirada serena: valor sustancial, cero, precisamente adecuado para vivir allí. Un caso para la excavadora, si no faltara dinero para una demolición. Cordelia considera la visión de Berthold de un pueblo de cristal digna de consideración: especialmente bello el hecho de que en el verano sea oscuro y en invierno diáfano; visto a la distancia solamente palmos de tierra blancos en la montaña. Dirk encuentra dos botellas de cerveza vacías sobre un estante.

 

                            *

 

Desde hace horas el pueblo se mantiene idéntico gracias a las masivas eyecciones de luz, sólo el patio de la vendedora de objetos de arte se funde sin resistencia con el cielo bajo y con el pinar tupido. Estás anunciada, y sin embargo no pareciera que te estén esperando: de modo tal que Berthold y Cordelia, luego de que suena el timbre algunas veces, abren de un empujón la puerta e ingresan en el patio arando a través de un torbellino de nieve. Recién ahora, en el interior del patio, el opaco resplandor de una lámpara en el segundo piso.

 

La vendedora de arte se halla sentada en una piel de zorro en su mesa de trabajo, rodeada de correspondencia, artefactos y partes de artefactos. El rostro detrás de la blanca respiración como un planeta entre nubes; las manos, pálidas, con finos dedos, sumergidas hasta los nudillos en muñequeras tejidas de lana. Cristales de hielo en la ventana, complejos juegos de solitario a lo largo de los puentes térmicos; la luz de la sencilla lámpara de mesa otorga al ambiente el mágico encanto del taller renacentista, congelado por shock para los ojos de nuestra época. La vendedora de arte se levanta, observa durante un rato el pueblo que brilla y esparce un breve resplandor en una oscuridad que se va haciendo cada vez más densa, como el modelo en miniatura del mundo de un tren de juguete. Ya de chica –dice ella– me gustaban los cementerios.

 

 

En este lugar se almacenaban importantes valores, originalmente, grano, después fue utilizado como depósito de heno, cuyos residuos, luego de la mudanza, hubo que rasquetear con gran esfuerzo. Cordelia, por ejemplo, está sentada sobre una cabeza de Zoser, de granito, que ella –nos dice– ha cubierto antes de nuestro ingreso con una manta. Berthold mira debajo de sí, está sentado sobre una silla corriente. Pero ella se encuentra tan en quiebra –afirma– que no puede darse siquiera el lujo de calentar el lugar. Si no querríamos llevar algo, pregunta, esta pesa en forma de pato, por ejemplo, pórfido pulido de Susa, apropiada para una mochila como la de Berthold. Para mayor seguridad les hago además una réplica de sello. Cordelia toma la pesa, que no representa solamente la pesa en forma de pato de la antigua Persia, sino que… muy esporádicamente ha palpado el pasado con mayor inmediatez. La intensificación de inmediatez le parece a Berthold improcedente, pero la admite en consideración de las circunstancias.

 

 

 

Camino de regreso en profunda calma, hacia abajo por la ladera de la montaña, siguiendo la propia huella de cara al pueblo. El crujido de la nieve helada en la superficie provoca dolores en los oídos, la pesa de pato te tiñe de azul la espalda: sientes el ave muerta; toma venganza a través de tres milenios. Preocupación por Berthold; los límites de la sociología, Cordelia los ve en la noche cerrada. Dos jóvenes en el camino derriban una acacia blanca seca, el primero con un hacha resplandeciente. Están inmóviles, en la luz débil de una linterna de tormenta. El segundo, que lleva una sierra de talar. El primero, precisamente, el hacha.

 

                       *

 

En este lugar, respirar, tomar té de la tasa de Dirk del Mercado de la Construcción. Con la mirada en su estante de cactus, una colección de troncos heroicos en tierra agrietada por la aridez, continuar hablando de bosques, tala de árboles. Tractores del tamaño de caballos, que apenas destruyen el bosque; la obstinación se retrotrae en las situaciones extremas; uno querría persistir en ella pero a medida que pasa el tiempo se consigue hacerlo cada vez menos. Cuanto más, tanto menos; piensas en el momento en que estuviste cerca de los extremos, incluso sin tener conciencia de ello en ese entonces. Hoy, un tesauro gigantesco en los bosques, que se hallan allí aparentemente inalterados; observan inalterados sin ojos, saludan. El ojo de una aguja sin camello, un falso conejo sin la palabra “auténtico”. Te sorprende el tono poético de Cordelia, que en la sucursal de Munich de Roland Berger se ocupa de la sección Mergers & Aquisitions. Ya no se puede reciclar; la balada de Förster, quien se disparó al sacar un rifle de su camioneta (mientras caminaba, el gatillo se enganchó en un lazo corredizo de su mochila). Apuntes nerviosos de Berthold en forma de listas. Cordelia: los caminos del bosque fueron ampliados, los rellenaron con guijos para pistas de vehículos, una acción que fue considerada y asentada como compensación ecológica de la construcción de autopistas. Tú recuerdas las sendas invisibles que seguías insegura, señales añejas y casi destruidas que prometían, incluso cuando apuntaban al piso o al cielo, los itinerarios más breves.

 

Sobre la mesa quedan migajas que Cordelia no ve y Berthold tampoco alberga en sus listas. Para una comprensión del pueblo no es relevante, enriquecen sin embargo la mirada. ¿Acaso no somos nosotros?, escribes, lo tachas de inmediato. Dirk busca un recogemigas, encuentra un trapo de limpieza hecho con un calzoncillo despedazado.

 

Búsqueda de lugareños: la marta, el ratón. La iguana Hans, que, luego de ser salvada de su cautiverio en una caja mal cerrada, estuvo por años en la ventana de la oficina de correos, entre adornos de vidrio artesanales y el sello de correo postal del mes, cada tanto tendía la lengua hacia una mosca. Hubo informes sobre una tortuga de pagoda en el armario para zapatos de las ursulinas, pero tú no la has visto nunca. Preferentemente en el estante de las pantuflas y a empellones con las cosas de lana, decía.

 

Singular estado del conjunto de la edificación: la piscina al aire libre, el estanque de cemento agrietado de una piscina junto a la fuente en el bosque. Dirk: nosotros nadamos, buceamos aquí a menudo, todavía en junio con el agua a una temperatura de doce grados. Finalmente pescamos truchas en el depósito de agua. En este estanque se hallan sentados, sobre capas de excrementos de trucha y humus del bosque mezclado con piedras, espíritus elementales que conversan. Yo sería los ejércitos del Apocalipsis, y acabaría con la apatía y la decadencia. La teoría de Berthold de la vida infinita en el tiempo perpetuo: cabalgar prácticamente sin peso sobre la cresta del devenir. La teoría de Cordelia del envejecimiento debido a la inactividad. La teoría de Dirk de las suculentas, del tronco.

 

                            *

 

Elementos de posibles descripciones desfilan como perdices nivales, cisnes sin cabeza, el rostro invernal del pueblo montañés, blanco sobre blanco. Tu casco reluciente de los noventa con la inscripción BOLT. El Golf de Dirk en la playa de estacionamiento destinada a los turistas, vacía, al pie del Rübenstein; el porta esquíes sobre el techo del auto, una cornamenta. La saga de dioses y demonios que utilizaban esta montaña como batidor antes de los eones. ¿Qué habrán extraído de la espuma del mar primordial que en ese entonces cubría la región?, la energía para el batidor, sostiene Dirk, se encuentra en la piedra. Una sonrisa del medio de ascensión en desuso, debajo del cual llevabas los esquíes al hombro; ascendías con lentitud.

 

Con torpeza cierras las trabas de las botas de esquiar con enlaces fósiles, cada ruido suena como un disparo sobre el valle helado. Primeras curvas en ralentí, rígidas, es un milagro que no te caigas; algo en ti recuerda, deja libres los accesos necesarios. A través del disipado polvo blanco sobre la nieve asentada, vieja, con cada movimiento viene más polvo, contacto, experiencia con esta pendiente. Al cambiar el peso del cuerpo, ves el pueblo como una hélice, resto de un código que ya nadie es capaz de comprender. Con la belleza de una postal, el hielo parece un espejo que refleja la íntima quietud, mientras tu cuerpo acelera, toma la región de manera automática. Luminiscencia, hormigueo brilloso del derrumbe; luego una ondulación del terreno que te arroja hacia arriba, de regreso a la nieve con brusquedad, pulveriza todo pensamiento. Percibir y quemar toda estúpida ilusión, tú debes downhill en blanco. Al final de la recta se halla Dirk, con sus gigantescas gafas de nieve, como un filósofo. Tu último movimiento para frenar los derriba a los dos.

 

Otra vez en casa del profesor, pues Berthold ha dejado olvidado el paravientos del micrófono; su mujer nos consiente el ingreso. Amistoso rostro de ave, detrás del té humeante. Ocupada con la arquitectura, cuando Cordelia comprende con precisión la biblioteca. Por demanda, mientras Berthold, buscando el paravientos, se desplaza en cuatro patas por el piso: urbanismo, completo, desde el garage hasta el estadio. Conceptos históricos que Cordelia traduce con términos como finance, construction, controlling. Nuevas ciudades para el nuevo hombre; por años, la única mujer en el negocio. Cuando había material, incluso material viejo, saneado, en una ocasión recubrió una iglesia. Berthold, desde el piso: ¿existe Dios? Asombro, jovialidad. Después reflexiva: el rostro ensimismado de la joven mujer en el compartimento del tren junto a ella, luego del ataque con ametralladoras desde un avión en vuelo rasante: ningún sentido más elevado, solamente el significado de la palabra “desgarrado” se grababa con pregnancia en ese entonces. Morfina, ve Cordelia, mantiene firme el cuerpo exhausto como el coraje mantiene la habilidad, o el oro a un banco. Con un sacudidor de alfombras, Berthold logra pescar el paravientos, que se hallaba debajo del sofá.

 

De nuevo se ha ido el día, noche. Noche crítica, muda. Noche universal, se te ocurre, lo cual es ridículo, lo sabes, y sin embargo está bien pensarlo de ese modo, simular sublimidad en las montañas centrales. Además el cielo estrellado es realmente increíble; tú no lo notas, y tampoco el bosque, su concierto delirante, compuesto prácticamente sólo de quietud, esforzado en llevar todas las ideas y las herramientas intactas, a través de la región, hacia una cumbre. Sobre la cual uno podría situarse, ponerse de algún modo en escala, para ver algo, para poder penetrar alguna cosa con la mirada, no sabes qué.

 

                            *

 

De madrugada, paseo sobre la campaña resplandeciente. La huella de la oruga de un quitanieves rotativo es razón suficiente para que se hiele la respiración a tu alrededor. Equinosidad de un comienzo semejante. En tu traje de paseo como de Marte, el paisaje del ambiente te repele, aligera el impulsarse y expulsarse al caminar, dificulta la recuperación. El pulso en la garganta sugiere un máximo, mantenerlo, dice la voz de un entrenador, mantener, mantener…

 

El pueblo, visto desde una cumbre central, la cabeza destrozada de un gigante idiota. De un orate, que no asciende a la montaña, al Rübenstein. Recuerdas al trabajador de la comuna y su gorro gris color oso, hecho de piel artificial, el doble de grande que su cabeza, que lo protegía del frío, lo protegía del mundo. Un paisaje de herramientas, ve Cordelia, que da vuelta hacia afuera brutalmente el espíritu de los habitantes. Muda obstrucción de la esfera de actividad, con motivo de… El ramificarse del oxígeno para los pensamientos y la mala técnica al caminar obligan a emprender el regreso, más tarde obligan también a detenerse en el campo raso. Berthold ascendió a un punto trigonométrico, que gracias a un mapa especial resulta un punto excelente; llamativo que él haya encontrado un punto semejante, o en general cualquier cosa. Además se halla tranquilo sobre este punto, contrae los dedos ateridos dentro de las botas. Escucha con atención, pero no oye nada. Nada se mueve, dice. El cerebro del pueblo, destruido, mira con sus pequeños ojos.

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