Nina Bußmann, D

Nacida en 1980 en Frankfurt am Main; reside en Berlín. Cursa estudios de Literatura comparada y Filosofía en Berlín y Varsovia. Publicaciones en el marco de antologías y revistas.

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Große Ferien

© 2011 Nina Bußmann

Traducido por Nicolás Gelormini


Vacaciones de verano

No se ve crecer la hierba. De la noche a la mañana está ahí. En las praderas, las laderas rocosas, las cañadas, los pioneros en arrastrase extienden sus vástagos, de un metro de largo, tallos que yacen en el suelo. Echan raíces en los nudos, se aferran a cualquier rincón así les guste sólo un poco. Las hormigas transportan los frutos. Por el criadero de árboles en la ladera, a la urbanización, a los setos, a los bancales, al césped en rollos, hasta allá abajo en el nunca recordado pozo delante de la puerta del garaje en el extremo inferior de la rampa de acceso, en las grietas entre las piedras húmedas, donde la cadena de lluvia se enrosca formando un nido al lado de la reja del desaguadero. Las raíces de la potentilla se han metido a un palmo de profundidad, se han metido en los huecos entre las baldosas. Algunos utilizan veneno para defenderse de la vegetación indeseada, muchos recurren a mecheros de gas, aparatos delgados como brazos, con premura destruyen el verde sin siquiera tener que agacharse. Se ve bonito, bonito y elegante. A la larga no durará. Schramm comenzó a escarbar. Hundió el pico en las grietas hasta enganchar las madejas de raíces y las aflojó con movimientos cortos e idénticos, revolviendo y haciendo palanca. Después podía arrancar con los dedos plantas enteras, y las más tenaces quitarlas con un pedazo de alambre; por último raspaba de las junturas los pelillos de las raíces.

 

Se había propuesto hacer toda la rampa. Le llevaría tres días enteros, tal vez más. Era de suyo que habría estorbos. Y él ya no era el más fuerte. Aun cuando trabajara duro, aun cuando no estuviera dispuesto a soltar la herramienta ni un segundo y por momentos creyera que todo podría resultar, aun así no debía perder el autodominio. Una vez había exagerado y no debía pasar de nuevo. Era ridículo. Había trabajado treinta años, no había faltado ni un día. Esto sólo es el comienzo, bromeó alzando el vaso durante el pequeño festejo que hicieron en el salón de profesores: No se van a deshacer de mí tan rápido, dijo Schramm, usted no puede vivir sin esto, opinó otro.

Siempre había gente como él. Pero cada vez que los colegas se reunían para brindar en el restaurante griego poco antes de Navidad, al finalizar las clases, Schramm siempre estaba ahí. La última vez se había quedado hasta la madrugada y, como todos a su alrededor, estuvo cada vez más alegre hasta que comenzó a ver las cosas doble. ¿Nunca pierdes la compostura?, preguntó la practicante, y apoyó la cabeza sobre la mano para mirarlo desde abajo. Schramm golpeó con la hoja de la herramienta la baldosa  y saltaron chispas. Sin embargo, podía estar satisfecho. Pronto habría terminado la primera fila, y la primera era siempre la más difícil. Casi había llegado al lugarcito de tierra llana antes del talud de hierba, donde la clemátide crecía, marchitaba sus aterciopelados corimbos contra su nuca y enroscaba los tallos alrededor de los alambres que Schramm había tensado para ella.

 

El dictado de clases no tiene nada de misterioso, le dijo a la practicante, y volvió a estar sobrio a su alrededor: uno tiene que estar concentrado, tiene que saber dónde está parado y cuál será el paso siguiente. Los niños se las saben todas, se dan cuenta, continuó, cuándo uno no está seguro de qué será lo próximo… ¿Sabes cómo te llaman?, preguntó ella, y ocultó lo boca detrás de la mano y le lanzó una mirada moviendo sus pestañas cortas y cargadas de masilla, que se quebraba y caía en trocitos de hollín sobre los pómulos. ¡Sabes cómo te llaman! Qué le preocupaba a ella, debería haber contestado. Al menos en ninguna de sus clases se oía un grito. Y la vez en que sucedió algo, él enseguida puso fin a la situación.

No es cierto que, cuando de un día para otro desaparecen las obligaciones habituales, uno se sienta atrapado entre cuatro paredes y se precipite al vacío; que se deslice de una habitación a otra y oiga cómo se empieza a dirigir la palabra a sí mismo, a envejecer, contento y agradecido cuando llama el operador de alguna empresa para hacer una encuesta o vender algo. No es necesario llegar tan lejos. Los días deben tener su ritmo, su comienzo y su final, siempre la misma forma, una forma que se pueda coger con ambas manos. Tener que concentrarse en una tarea no es aburrido, es útil. Y todos los seres vivientes tienen una tarea y realizándola es que se convierten en polvo. Si Schramm compraba cerveza, que nadie sacara conclusiones, la cerveza era para los caracoles. Había demasiados. A lo largo del límite del césped brillaban sus huellas, sus hebras danzarinas hiladas en las puntas de los tallos, atrapadas en los poros del hormigón. Una vez, de niño, había encontrado todo un bulto de ellos, en la esquina del jardín, donde tanto le gustaba estar, detrás de la montaña de tierra que su padre había levantado al comenzar algún trabajo. Sudando espuma pacían de un escarabajo reventado, todos juntos alrededor del caparazón, y del conjunto sobresalían las puntas de los cuernos. Schramm había construido un cerco, había apilado piedras y palos, y los había dispuesto con cuidado, uno al lado del otro, con la firme suposición de que, cuando lo hicieran entrar de nuevo a la casa, los animales se quedarían en su lugar por lo menos hasta la mañana siguiente. Pero de día se ocultaban y por la noche devoraban, buscaban y encontraban las plantas más jóvenes y causaban daños. Como defensa, esparcía líneas de cal, a diario ponía nuevas trampas. Debía ser fresca, cerveza negra fresca, para que se sintieran poderosamente atraídos y se ahogaran en ella.

 

Debe tener sus motivos, decían de Schramm, él lo sabía, sabía quién lo señalaba al pasar mientras él trabaja sentado, de cuclillas o arrodillado. Pero no podía preocuparse por el modo en que lo miraran. Era muy fácil deducir por qué genera desconfianza el que uno obre con esmero. Otra vez se imponía como ejemplo Waidschmidt. De Waidschmidt se podía decir lo que se quisiera, a uno no tenía por qué gustarle. Pese a todo el ascetismo que exhibía, había sido un muchacho muy mal criado, calculador e incapaz de emociones humanas. Pero esto sólo podía decirlo alguien que lo conociera, la mayoría no sabía casi nada sobre él. Por más que se bromeara, y hasta se levantaran quejas por su minuciosidad, su celo exagerado, no fue menor el griterío cuando, casi de un día para otro, pasó a la insubordinación. Lo que la gente no soporta es que uno obre con consecuencia. Que exageraba, se decía de Waidschmidt, que exageraba, se decía de Schramm. Precisamente en esto no quería pensar Schramm. A Waidschmidt lo atraparon cuando intentaba detener un coche, poco antes del día fijado para las últimas pruebas y, al parecer, después de haber estado andando días y días, sin dormir, sin comida ni agua, sólo andando. Sus declaraciones fueron confusas, su estado crítico. Y se dice que cuando lo llevaron a la clínica, se mostró de acuerdo, es más, entusiasmado.

 

No importa lo que se parlotee y susurre sobre Schramm, delante de él y a sus espaldas, sobre su mamá y él, sobre Waidschmidt y él, nada de eso corresponde ni de lejos a esas circunstancias determinadas por fines y azares. No sabemos qué piensa el otro. Ningún pensamiento nuevo, ninguno difícil, pero sí uno correcto. Y al hablar uno no cambia nada, y al hablar tampoco dos cambian nada. Por muy seguros que todavía estén de su unión, lo único que hacen es engañarse a sí mismos y recíprocamente. En su tozuda cabeza, Waidschmidt había cavilado lo suficiente sobre estos asuntos. Schramm lo sabía mucho mejor que cualquier otro y, sin embargo, no entendía del todo, no sabía si Waidschmidt tomaba en serio ese cúmulo de pensamientos regurgitados, si sus palabras eran pretenciosas sólo por probar o si perseguían una intención.

 

¡Habrá anécdotas sobre ti! Schramm lo supo desde el comienzo, apenas el muchacho se presentó, recién llegado, al salón de octavo. Con su carpeta. No pasó una semana, Schramm lo recordaba bien, el plazo habitual de indulgencia, que ya había atraído sobre sí la burla de los otros, el desprecio y finalmente el odio. Su lentitud evidente bastó para que los otros no aflojaran; había un olfato especialmente sensible para la arrogancia.

Y no se piense que, porque sus materias trataban de cosas de la naturaleza, Schramm sólo sabía de cálculos, mapas de lluvias y diseño de experimentos y efectos recíprocos entre materia y energía. Que carecía de cualquier comprensión de los enredos humanos. Todo lo contrario. Veía lo que pasaba, sabía cómo diferenciaban entre amo y esclavo, amigo y enemigo. Y en el caso de Waidschmidt lo hacían mal, en su caso no era en absoluto necesario. Larvas, decía Waidschmidt, llevan una existencia de larvas, devoran lo que les ponen delante y no quieren sino esa cantidad, ni un poco más. Es que necesitan enemigos, explicaba, de otro modo no saben dónde están parados.

No tenía más de catorce años cuando expuso estos pensamientos a Schramm, cuando lo abordó por primera vez en la puerta de la sala de mapas, porque no había quedado satisfecho con una argumentación. Estaba con las puntas de los pies vueltas hacia fuera, la carpeta apoyada contra el vientre. Siempre que Schramm pensaba en Waidschmidt, pensaba en la carpeta, esa carpeta confeccionada en imitación cuero color tabaco, ya estropeada en los ángulos. Era imposible que en ella cupieran todos los libros necesarios, tan sólo el cuaderno de hojas delgadas que Waidschmidt, en la última fila, con su letra pequeña y puntiaguda llenaba página tras página. Y aunque no se debe simplificar en esas cosas, esa carpeta decía todo lo necesario sobre su propietario. A Schramm no le gustaba que Waidschmidt lo esperara, que en cada recreo lo esperara en la habitación de los archivos de mapas, de cuya conservación y orden él era responsable. Si lo hubiera puesto a raya enseguida, pensaba Schramm, si hubiera escuchado ese mal presentimiento, sutil, nunca dominante pero presente desde el comienzo. Para cada respuesta una nueva pregunta, para cada enunciado Waidschmidt tenía una refutación, pero en este caso estaba justificado, como en cualquier conversación que mereciera ese nombre, en la que no se tratara de demostrar saberlo todo sino del asunto mismo, una conversación que nunca concluiría de modo definitivo, que en cada ocasión sólo sería interrumpida. Por eso había consentido en involucrarse y no había tenido nada en consideración, nada de lo que impulsaba al muchacho, si tal vez no buscaba una ventaja.

 

Las vacaciones de verano siempre eran una época crítica. Y cuando su madre aún estaba viva, no había sido más simple sino mucho más enredado. Habría sido imposible hacerle comprender a ella el asunto sin ser escarnecido, y con razón, pensaba Schramm, con razón su madre valoraba la concisión y la claridad. Pamplinas, decía ella tan pronto olía que alguien no tenía sus argumentos a punto, y su nariz era muy fina en este aspecto. Pamplinas, y con esto lo dicho quedaba liquidado para ella, aplastado con las colillas en el fondo del cenicero, archivado bajo áridas rúbricas en su cabeza. Balance de debe y haber, un sistema simple. Incluso cuando ella entró en el asilo y sus preguntas se volvieron más imprecisas, Schramm nunca pudo estar seguro de qué significaba ese movimiento de labios, si era que ella ponía en duda una afirmación o la desaprobaba o si era que ya no se daba cuenta de que, para preservarla, él le mentía en cosas sin importancia. O quizás no era sino su cuerpo, como resto final, el que controlaba ese gesto, y lo activaba para conservar al menos una forma, aunque no fuera bella, en ese momento en que su mente ya no podía ligar ningún contenido con las palabras.

 

Se le había escapado una bofetada, con eso el asunto habría estado liquidado para ella. No era una descripción acertada, pero a nadie le servía que se le diera vueltas una y otra vez a los acontecimientos o, como lo había dicho la rectora en sus últimos llamados telefónicos, a la cuestión. Dada una serie de operaciones, puede buscarse eternamente el error cuando al comienzo se ha partido de valores falsos. No volvería a hacerlo. Los perturbadores aparecían más tempano que tarde, venían de afuera, y venían sin ser llamados: a más tardar a las nueve y media las indicaciones del bañero de la piscina que estaba ladera arriba, el bullicio de los niños, cuando jugaban persiguiéndose por las poco transitadas calles de la urbanización. Las líneas de sus dibujos de tiza por poco no llegaban a la rampa de ascenso. Los oía murmurar detrás de los cercos, a menudo recogía de los arbustos y bancales juguetes que habían volado por encima de la cerca, arrojados en un exceso de entusiasmo. Y una vez lo había intentado con ellos por las buenas: ¡Eh, vosotros, mirad hacia aquí!, exclamó en el medio de la calle de tráfico restringido, sosteniendo en sus manos extendidas las cajas con los hallazgos. Pero nadie metió las manos, todos se quedaron mirándolo, como si hubiera sido muy difícil comprender qué quería de ellos.

 

No era correcto, Schramm lo supo desde el comienzo. Y mucho más, cuando, poco tiempo después, Waidschmidt había vuelto a aparecer y otra vez más. Sin embargo, él consideró estas primeras veces como algo que ocurriría una sola vez, y no tuvo voluntad para despedirlo, y más tarde ya no pudo, pues esas visitas se habían convertido en regla. Pero cuando Waidschmidt pasó todos los recreos con él, y también los mediodías, no fue por deseo de Schramm sino por acción de Waidschmidt. Éste no admitía que lo mandaran fuera, no con la advertencia de que surgirían rumores. Se limitaba a reír. Como también se rio cuando Schramm le negó la mejor nota por errores aparentemente insignificantes, como se rio cuando Schramm no quiso deducirle una fórmula, que en ese momento le resultaba demasiado difícil: Usted es profesor, dijo, usted debe explicar las cosas, no hacer un secreto de ellas.

 

Así hablaba, así debía hablar. Incluso al final, cuando Schramm lo mandó llamar porque su conducta le resultaba un enigma. A la salita de mapas, que a Schramm, por lo demás, a pesar del aislamiento agradable, no le gustaba. Allí no había nada mejor. No puedo esperar, dijo Waidschmidt, no puedo esperar hasta haberme ido de aquí. Has perdido la brújula, amigo mío, dijo Schramm, le sostuvo delante de la cara las notas de la última prueba escrita, mostró los errores minúsculos, sólo en su cuenta considerables. Apoyado contra la pared, Waidschmidt bajó la vista hacia el papel. Se mostraba indolente, pensó Schramm: Así el plan de Norteamérica se irá al diablo, dijo. Y oyó la algarabía de los niños, a pesar de la ventana cerrada pudo oír cómo se elevaban en el patio de recreos sus gritos y sus voces, el tintineo hueco cuando el balón chocaba contra las rejas detrás del arco, y pudo oír, por primera vez, de boca de Waidschmidt, la palabra “nosotros”.

 

Había sido poco antes de los exámenes, no muy distinto de lo que ocurría todos los años, cuando los muchachos de 18 años se quedaban bebiendo en el césped junto al estanque, hasta que empezaba a clarear, esas noches breves alrededor de una fogata sobre la hierba húmeda acompañadas de aguardiente y juramentos, incluso aquellos que hasta ese momento apenas se habían mirado hacían pactos para toda la vida, justo antes de separarse para siempre. Fue poco antes de los últimos exámenes que Waidschmidt se acercó a ciertos grupos. Qué tiene de malo, pensó Schramm. No era nada extraño, no era la primera vez, esto lo sabía Schramm y, sin embargo, estaba completamente desorientado.

 

Una travesura, dijo Schramm cuando pensó en la revista. Se había caído en clase, del mapa de corrientes marinas que la muchacha de la primera fila sostenía enrollado. Después lo sujetó al atril. Todos estaban mirando, hasta de la última fila miraban la revista a los pies de Schramm, la imagen, en la que había muchas cosas simultáneas para ver, dos pares de brazos que nacían de un tronco, en contorsiones complicadas, un cuerpo que tapaba al siguiente justamente mostraba que uno cubría al otro como lo hacen los perros. En la imagen nada se mostraba en su totalidad, todo se dejaba intuir, y eso era, pensó, lo que lo hacía más fastidioso, desagradable. Cada uno en su lugar, los casi adultos aguardaban con impaciencia a ver qué sería lo próximo. Y la muchacha, de gran estatura, ocupada con el mapa extendido que aún temblaba sobre el atril, se quedó delante de las flechas circulares sobre el fondo azul, se quedó mirando el margen del mapa y no se movió. Sólo las manchas de su escote, gastado de tantos lavados, florecían contra la redondez de sus mejillas y hasta las sinuosidades de su raya mal hecha. Schramm tocó el fascículo con la punta de su zapato, le dio un puntapié y la revista alzó vuelo y quedó a un paso de distancia. ¿Qué ocurre? ¿Debemos esperar hasta mañana?, preguntó y, en él fue volviendo la calma mientras aguardaba a que la muchacha se inclinara hacia un costado para recoger la revista, cerrarla y llevársela a su pupitre, antes que él escribiera un título en la pizarra y comenzara a hablar del tema del día.

 

No sabía cuánto tenía que ver Waidschmidt con el asunto. Así como no sabía y nunca sabría si lo había denunciado o se había guardado todo, si había hecho alusiones o negado. Si lo había denunciado y después perdido los nervios porque la mitad de todo era mentira. Schramm no llegaría a ninguna conclusión, y ni siquiera para sus adentros a una certeza de cuál de las posibilidades le desagradaba más. Y tampoco podía indicar con precisión el instante en el que comenzaron las transformaciones, en el que le vinieron los primeros reparos. No hasta que Waidschmidt comenzó a cometer errores, justo en los últimos trabajos escritos, no errores considerables, pero sí errores auténticos, como los que surgen de la falta de aplicación. Una falta de aplicación en verdad bastante intencional, como la de quienes desean mostrar que no necesitan nada. Por eso él, a su manera, con persistencia apática, se había conseguido amigos y finalmente una chica. Una como tantas otras, pensó Schramm. Por la mañana estaba sentada en su sitio con sus caramelos de glucosa y sus lápices afilados, el pelo húmedo, recogido en un rodete que permitía ver cómo el cabello de la nuca perdía su brillo a media que se iba secando. Cuando él se inclinaba a su lado para revisar sus operaciones, podía ver las plumitas desgreñadas que sobresalían del peinado, el pasaje borroso al vello descolorido, blanco como la arena, que crecía cerviz abajo hasta debajo del cuello de la camisa. Ella no se permitía cometer error alguno, ¿pero eso la hacía alguien especial? ¿De qué podía hablar alguien como Waidschmidt con una chica como esa? ¿Qué había llevado a alguien como Waidschmidt a apartarse de una existencia aislada pero llevada con decisión y a lo largo de años? Waidschmidt preguntó: ¿Hace a la cuestión?, si se me permite la pregunta.

 

Un experimento, ella no podía haber sido otra cosa para Waidschmidt, un experimento, él mismo la habría llamado así, pensó Schramm. Piernas restregadas y lustrosas, cejas negras, fruncidas con recelo debajo de la visera de la gorra, cada vez que, después de clase, entrenaba contra sí misma, y una y otra vez arrojaba el balón con furia contra la pared exterior de la sala de gimnasia. Con qué rapidez se había asimilado a los otros, se les había unido, o mejor, se había arrojado a sus pies, pensaba Schramm, les había ofrecido sus servicios, a tal punto que era una vergüenza.

 

No le había gustado que el muchacho buscara tanto su compañía, pero cuando se ausentó casi de la noche a la mañana Schramm se sintió igual de incómodo. Y Waidschmidt no respondió a ninguna de sus preguntas aclaratorias, las despachó con insulsas frases hechas y haciendo él mismo preguntas. Hablamos de esto y de aquello, usted me entiende, no es gran cosa. Y en cuanto a la revista, no sé qué puede haber pasado con la revista, ¿qué está insinuando usted? Tiene que ser más preciso, exigió, si quiere que yo sepa de qué estamos hablando. Usted es el profesor, debe aclarar las cosas y no dejarlas en penumbras. ¡Justo él decía eso! Él, que era una evasiva hecha persona, pensó Schramm, una gran evasiva y  maniobra de distracción, ni una palabra útil, y así, esa vez, la única en que lo había mandado llamar, ya lo quería despedir porque no encontraba por dónde comenzar, pero Waidschmidt, con la mano en la puerta, ya a medio escapar de la situación, se volvió una vez más.

¿Cómo hace para soportarlo?, preguntó Waidschmidt. En su lugar, yo hace tiempo habría perdido la razón. Y abrió en el pelo recientemente crecido una senda que volvió a cerrarse de inmediato, se quedó escuchando alegre el eco de sus propias palabras, mientras la luz sobre el dintel de la puerta comenzó a titilar indicando el final del recreo y gritos y pasos invadieron el pasillo. Te estás metiendo en un berenjenal, le advirtió Schramm, en algún momento te arrepentirás. Cuidado, advirtió Schramm como siempre lo hacía cuando alguien cometía más errores que de costumbre, por falta de atención: No eres el primero, ya hubo muchos como tú. Así habló y se dio cuenta de que Waidschmidt ya estaba en otra cosa, como si ya conociera todas las frases, y él, Schramm, también las sabía: Quien desea demasiado no desea nada, en su interior sabe que no lo conseguirá, el sueño se acabará antes de lo que crees. Piénsalo. Waidschmidt inclinó el cuello, el mentón contra el pecho. Perdido la razón o matado a alguien, dijo, o ambas cosas, una después de la otra.  

 

Y a nadie se le había escapado una bofetada. Nada, según debía pensar ahora Schramm, había sido casual, todo, con plan e intención, había llevado a Waidschmidt a ese punto. Cada enunciado era una jugada que a su vez tenía preparada una réplica para la jugada adversaria, y para la siguiente otra. E incluso el denominado desmoronamiento, pensó Schramm, se había meditado y planeado como la consecuencia necesaria de lo precedente. Se te adelantó hasta el final, se te adelantó y fue superior, pensó Schramm cuando junto con él Waidschmidt levantó la vista a su mano, la de Schramm, presa de un escalofrío y alzada para dar el golpe. Ahora usted prepara el golpe, Waidschmidt sonrió.

 

Entonces por fin habría recibido lo que merecía, y no sólo lo merecía, pensó Schramm, lo necesitaba de modo imperioso. Quedarse estupefacto, espantado. Sentir el terror en el que uno parece estar desnudo y se siente un tonto, cuando se le acaban las frases hechas, y uno es agarrado y hay alguien que lo aprieta y estrecha todo lo firme que puede. Ya has alzado la mano, pues bien, ahora golpea, eso era lo que había querido con sus indirectas, sus observaciones, eso era lo que en verdad todos querían y deseaban, que uno se acercara al otro y el obrar de ambos no quedara sin consecuencias. El muchacho lo miraba sin pestañear –sólo temblaba el párpado derecho, algo más caído–, puesto violentamente ante la agitación, ante el miedo, ante el éxtasis de que por fin sucediera algo.

 

No hay nada que ver aquí, dijo Schramm y rodeó el mango de la herramienta con ambas manos. Eso podía suceder, que él los amenazara si al jugar merodeaban demasiado tiempo, demasiado próximos a la puerta de su cerco, si apretaban sus frentes contra los postes, si espiaban desde arriba la hondonada en la que estaba su jardín delantero. Mostró la azada, una piedra, como se espera de alguien que cada vez es más extravagante, sin esposa, sin hijos, ni siquiera un perro. Pero para eso aún era demasiado temprano.

 

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