Anna Maria Praßler, D

Nacida en 1985 en Lauingen; reside en Berlín. Estudia Ciencias Cinematográficas, Teatro y Psicología en Berlín, Los Ángeles y Bolonia, y posteriormente Guión en la Academia de Cine de Baden-Wurtemberg.

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Das Andere

© 2011 Anna Maria Praßler

Traducido por Nicolás Gelormini

 

Lo otro

 

Hasta el año en que terminé mi doctorado me costaba concebir la muerte de otro modo que no fuera simbólico. Los romanos arrojaban al Tíber los cuerpos de aquellos que habían sido condenados a pelear en el Coliseo; esto podía considerarse pragmático, pero yo veía una alegoría: un hombre debe abandonar Roma por aguas que absorben la suciedad da la ciudad pesadamente vaporosa y se mezclan con las ácidas corrientes de la Cloaca Maxima. Ese verano mis pensamiento giraban casi exclusivamente en torno a esta cuestión, yo no les permitía desviarse, no tanto por celo académico como por miedo a aquello de lo que habían huido. Y no lo habían hecho con pies ligeros y revoloteando, como se suele suponer de los pensamientos, no. Había sido un acto de esfuerzo. De puro agotamiento no me daba cuenta de que estaba llenando hoja tras hoja sólo para explicar cómo el cuerpo del criminal, de Cristo, del chivo expiatorio, es destruido públicamente y luego arrojado a la basura, igual que se hace a un lado lo otro en aras de la autoafirmación y la autoconservación.

No pensaba en Björn.

 

En lugar de eso, Pan y circo. Con la tesis de la bella apariencia para distraer a las masas, el nuevo becario se entremetió en la discusión del coloquio justo cuando yo me levantaba para irme sin hacer ruido. Mi profesora me hizo una seña de asentimiento con la cabeza. Un fallecimiento, así había explicado yo, en el sur de Alemania. De la tesis de la distracción no alcancé a extraer nada, me hubiera gustado quedarme, una hora o una hora y media más, en el espacio rancio del aula, pero a las 16:10 debía hacer el embarque en el aeropuerto de Tempelhof.

Un fallecimiento en el sur de Alemania no era del todo exacto: mi selección léxica hacía pensar en personas que me esperaban para participar en un duelo y un ritual.  En realidad, el funeral ya había tenido lugar, sin que yo fuera puesta en conocimiento. Björn lo quiso así, me escribió mi madre y yo sabía que no mentía.

 

Cuando salí del instituto vi que el bus 183 cruzaba la bocacalle sin detenerse en la parada. El breve camino a pie hasta la estación Rathaus Steglitz me venía bien, pues suelo ordenar mis pensamientos mientras camino. Pero el ruido de las ruedas de la maleta me distrajo enseguida. No era aún la época de los vuelos baratos  y el traqueteo de las rueditas todavía no formaba parte de los sonidos de la ciudad. Mientras tiraba de la maleta para subirla a la acera, volví a evaluar la (no muy original) idea de comenzar con Suetonio: “El último día de su vida”, así empezaba la cita con la que finalmente había encabezado mi tesis, “Augusto llamó a sus amigos y les preguntó si había actuado con decencia la comedia de la vida, y concluyó con la fórmula ‘Pero si he actuado muy bien, aplaudid y acompañadnos con alegría’. Acto seguido falleció”. Citado según Zanker, del que yo tenía, en el bolsillo lateral de la maleta, Augusto y el poder de las imágenes.

 

Fue típico de Björn que no me dejara decidir si iría o no a su entierro. Su testamento decía que me debían informar tres semanas después de su muerte. Era lo único que decía el testamento sobre mí.

 

Apenas entré en el aeropuerto tuve la sensación de haber aterrizado en una descolorida tarjeta postal. Arrastrando mi maleta por la lisa superficie de PVC atravesé la sala antes de encontrar el mostrador: 16:40 destino Augsburg. Estaba rodeada de viajeros de negocios, seguro había políticos entre ellos, era el año en que Berlín se convirtió en sede del gobierno. La inercia comercial de esos varones que esperaban su vuelo invadió todo el espacio y vino hasta mí como una ola y por un momento me hizo uno de ellos, una meta concreta a alcanzar, un encargo, un negocio, después del trabajo a casa.

 

Conocí a Björn cuando estaba en mi séptimo semestre. Era un cálido día de comienzos de julio. En esa época yo tenía muchas y distintas molestias por las que estaba en tratamiento. Si tenía que exponer en el seminario, me pasaba días y noches puliendo febrilmente el texto, al que no me costaba tanto darle la perfección técnica como insertarle aquí y allá agregados espontáneos y coloquiales que me aprendía de memoria para decirlos en el lugar indicado; cierto grado de dispersión no podía ser dañino, pues era señal de una verdadera pensadora: la repetición de un sintagma, una pausa en el momento correcto, y nada de eso era auténtico. Con Björn eso mejoró un poco, haya sido  en verdad por él o no.

Antes de Björn me pasaba que en todo el día no lograba subir la persiana. Y por la tarde o por la noche salía cada tanto, iba a Charlottenburg o a Mitte, me maquillaba como Anita Berber en el cuadro de Dix y mi aspecto era verdaderamente misterioso.

Aunque desde hacía años era posible, sólo entonces fui por primera vez a Brandeburgo. Cómo logré esa tarde de domingo ponerme en camino a Buckow fue algo que no pude explicarme ni siquiera cuando entré, con la toda la devoción de que era capaz, en la Brecht-Weigel Haus. Brecht, a quien yo estimaba como teórico del teatro, pero cuyas obras me resultaban ajenas, nunca se me antojó tan pasado.

 

Del matrimonio de Björn sólo sabía que era infeliz. Dejar a su esposa por mí lo consideró un sacrificio que yo no supe valorar. Ahora esperaba yo el vuelo en dirección a mi ciudad. Poner rumbo hacia allí me servía solo para un propósito: no visitar la tumba de Björn. También podía hacerlo en Berlín, pero abajo, como él siempre decía para referirse al sur, lo podía hacer mejor.

No me gusta que me quiten el poder de decisión.

Yo era suficientemente fuerte, no había dudas. Quitarle a un muerto su último triunfo podía parecer impiadoso, delirante o mezquino. Pero estaba harta de que Björn decidiera por mí. Sólo en eso pensaba.

 

“Motivos de trabajo”, dije cuando el hombre inclinado delante de mí en la fila, que me he había contado de la visita a su hijo y sus nietos en Kreuzbreg, me preguntó por las razones de mi viaje. Hablé del teatro de los jesuitas y de Jakob Bidermann, el dramaturgo barroco que había enseñado teología y filosofía en Dillingen. Hablé mucho y prolijamente, y todo lo que pronunciaba resultaba lógico y verdadero. Por poco no creí yo misma que ofrecería en el semestre de invierno un seminario sobre el carácter festivo del teatro jesuita. Me sentí descubierta cuando el hombre, sorprendido de que por tales cosas una capitalina viajara a su provincia natal, meneó agitadamente la cabeza.

Forzosamente tuve que pensar en Björn, que consideraba indigno de una berlinesa mi modo de ser compulsivo, que sólo me permitía subir a un tranvía si alguna otra persona delante de mí oprimía el botón grasiento que abría la puerta.  Él era uno de esos que creían que su dejadez y su resistencia alcohólica los capacitaban para vivir en la capital de la que, de otro modo, serían expulsados a sus provincias. Esto me causaba gracia, o por lo menos debió parecer así, porque Björn me llamaba arrogante. Pero al contrario, que él creyera haber alcanzado algo porque se había registrado en la oficina del distrito Prenzlauer Berg me ponía más bien incómoda y curiosa.

 

Una vez Björn me invitó a pasar las navidades en casa. Se me ocurrió una excusa justo a tiempo. Era mejor que su sur de Alemania continuara siéndome ajeno, su extraña mezcla de orgullo obcecado y maldiciones esporádicas, su “r”, que él pronunciaba tan raro que al principio pensé que era ruso. Él dijo “en casa” y pensé en aquella tarde de sábado en que, cuatro años después de mudarme a Berlín con 16 años, me topé con mi mamá en  la tienda Bijou Brigitte de la avenidad Kudamm. Se mostró exageradamente sentimental y se disculpó, lo que por otra parte no sirvió para nada.  Que había terminado con el tipo, murmuró. Murmullos o rugidos, ella no conocía nada intermedio.  Que había terminado con el tipo, repitió y yo asentí con la cabeza. Tal vez lo dijo una tercera vez, pero para ese momento yo ya había corrido fuera de la tienda.

 

En el centro de la localidad de Buckow, donde en el jardín de un café esperé por una mesa libre, olía a hierba recién cortada. Un aroma que, a diferencia de Björn, yo no conocía. Más tarde él haría un relato pormenorizado para explicarme por qué despreciaba tanto cualquier cosa que le recordara a personas como sus padres con sus césped cuidado, que lo habían convertido en un en hombre infeliz –y orgulloso de su infelicidad, pensé para mis adentros–.

Una mujer le indicó al camarero que quería pagar, luego se levantó, alisó su falda y despareció en el interior del café. En la mesa quedó, a juzgar por la familiaridad de los gestos, su esposo o novio, del que yo sólo veía la espalda. Se estaba recostando contra el espaldar para parpadear a la luz del sol fuera de la sombrilla cuando me acerqué y pregunté si la mesa iba a quedar libre.

–Siéntese –dijo el hombre.

Y me senté y creí que con eso ya todo estaba asegurado.

 

Puse mi documento de identidad sobre el mostrador, la maleta en la balanza de equipaje y por un segundo sostuve en alto la tarjeta de embarque. Sabía que sería suficientemente fuerte, suficientemente fuerte para pasar el fin de semana pensando en el teatro jesuita, paseando por las calles adoquinadas y no dejándome conmover por el hecho de que Björn había caminado diecinueve años sobre esas piedras, a pasos lentos cuando niño, dando saltitos o absorto en meditaciones, arrastrando los pies cuando joven, cool, tal vez con una chica a su lado, qué sabía yo de él. Yo me dedicaría a visitar los altares barrocos, la sala dorada de la vieja universidad de los jesuitas, la iglesia de la universidad, la iglesia del monasterio, los angelotes rococó, y esta sola idea bastó para paralizar todo dentro de mí, para congelarlo como en una tarjeta postal. De pronto no podía dar un paso más. El jorobado que tenía nietos en Kreuzberg me miró inseguro y susurró que él también viajaba en avión por primera vez, en fin, por segunda.

 

–¡Siéntese! –había dicho él.

Su rostro salió del sol para hundirse en la sombra cuando se volvió hacia mí y movió en mi dirección la silla que su mujer había corrido contra la mesa. La grava crujió. Por un momento casi dudé, porque tomar asiento me pareció demasiado intrépido, impertinente, pero algo en la sonrisa de Björn disolvió este pensamiento.  Cogí la silla por el respaldo y me senté. Björn no retiró su mano con la suficiente rapidez y rozó mi antebrazo. Si fue a propósito o no, nunca lo supe. Me hubiera gustado saberlo, también más tarde, sobre todo más tarde, pero nunca me animé a preguntar.

Björn se quitó las gafas de sol, evidentemente a la espera de la cuenta que el viejo camarero trajo a nuestra mesa y puso delante de mí. Ni se dio cuenta de que era otra la que le había pedido la cuenta desde esa silla. Björn titubeó, luego se mordió los labios. Nuestras miradas se encontraron. El mozo me miró impaciente e hizo sonar las monedas en su cartera.

–Paga mi esposo –dije.

 

Para Björn todo comenzó con esa frase. Según reconocí más tarde, para Björn “todo” no fue más que esos cuarenta, cincuenta segundos bajo la sombrilla de un café en Buckow. Nuestras sonrisas, la mesa sin levantar y nuestro silencio nos hicieron pensar en un vida diferente.

De a dos, él y yo. Quienquiera que fuera él, quienquiera que fuera yo. Una vida que en cierto modo era más ligera, más dominical, sin problemas artificiales ni el miedo a un nuevo día, el miedo que me impedía levantarme temprano aunque hubiera dormido lo suficiente.

 

Mostré mi tarjeta de embarque y pasé el control de seguridad, ya unos pasos más cerca del lugar en que había una tumba que llevaba el nombre de Björn. Abajo dos números, tal vez grabados en oro, entre ellos un guión que debía contener una vida. Justamente por eso debía viajar a Dillingen. Para saber si esa lápida estaba al alcance de una caminata, y para ser fuerte. Para contener mi propia vida o lo que quedaba de allá.

Ya no amaba a Björn.

Todas las veces en las que él había triunfado se volvieron una y la misma. No, no pensaba en los entretelones de nuestras peleas, que eran más bien sus peleas, pues nunca hubo un “nosotros”, tampoco lo hubo  durante las peleas, sólo mi mudez desamparada y su reproche de que yo me refugiaba en mi ciencia.  No quería pensar en Björn, no debía. No en la camiseta que le gustaba llevar, de color rojo oscuro, con la leyenda Me da lo mismo, lo dejo así, no en la delgada cicatriz que  continuaba un arco de su labio superior y que parecía abrir la boca como para una invitación, para una promesa y que ya en Buckow, a primera vista, consideré atractiva.

Su mujer volvió, las gafas de sol en el pelo, mientras se ponía el bolso al hombro preguntó si ya había pagado y, a modo de despedida, inclinó la cabeza sin mirarme mientras Björn se ponía de pie.

Yo estaba segura de que en unos días lo habría olvidado.

 

Fue casualidad encontrármelo esa misma semana en la Biblioteca Nacional, en Potsdamer Platz. La concordancia de las últimas cifras de nuestros documentos hizo que buscáramos en el mismo anaquel los libros que habíamos pedido con anticipación. Su boca y la cicatriz fueron lo primero que vi de él, luego lo tapó una pila de libros, entre nosotros el anaquel.  Lo recorrió de lado a lado, menos experimentado que yo, retrocedió, probó de nuevo y sus dedos, que golpearon la tabla, hicieron temblar la chapa. Lo sentí cuando, del otro lado, tomé mis libros.

Llevaba una camiseta que en cualquier otro hombre me habría parecido ridícula y cuya prédica contradecía mis convicciones: Me da lo mismo, lo dejo así. Los títulos que había solicitado sonaban técnicos y no me decían nada. Cuando me vio, todo fue natural, incluso su “Ven, vamos”.  Saqué del casillero mi mochila y lo seguí.

 

En la zona de embarque una pizarra anunciaba el vuelo con destino Augsburg, tomé asiento  y no tuve sino una sola certeza: Björn quiso que yo me sintiera culpable. Por mi parte, de mortuis nil nisi bene. Pero estaba segura de que Björn se había imaginado cómo, tres semanas después de su muerte, yo me desmoronaría ante su tumba. Pero no le daría ese gusto, no. Yo estaba dispuesta a reconquistar la decisión que él me había arrebatado. Seguramente él pensó que en el momento de mi desmoronamiento  yo reconocería, con dolor, por qué me había negado una despedida. Pero yo ya lo sabía.

Hasta el día de hoy su madre está convencida de que yo abandoné a Björn porque el cáncer estaba devorando su cuerpo.

 

–Ven, vamos.

Hablamos toda la noche en el Café Negro y la ciudad nos perteneció. En los primeros tiempos íbamos mucho a pasear, encontrábamos nuestro lugar, y después otro, y nos deteníamos cada diez metros para besarnos. Björn contaba sobre su profesión, que tenía que ver con algo técnico, técnica de sonido en una discográfica, lo contaba no sin enorgullecerse, pero a mí no me importaba, yo lo escuchaba pero no prestaba tanta atención, sino que me reía, mucho y en voz alta, y él me imitaba. Hablamos sobre nuestras familias, nuestros hermanos, yo mencioné a mi madre, Björn a su padre y bajamos la voz.

Su esposa estaba a menudo de viaje oficial y de su matrimonio yo sólo sabía que era infeliz, según me contó sin que le preguntara.  Al principio las cosas no salieron nada mal con Björn y conmigo.

 

De hecho me resultaba más fácil controlar mis compulsiones. En el octavo semestre pude dar el giro definitivo a una discusión  sobre la dimensión teatral de la cultura nudista alemana de los años veinte sin haber anotado previamente oraciones. Poco después comencé la tesis de maestría y estuve encantada con la investigación, los archivos.  Me sentía bien entre las signaturas y el sistema detrás de ellas, me sentía bien en ese orden que parecía corresponder a mi nueva vida: amaba y era amada. Todo era simple, se había terminado el caos, ya no había cabos sueltos, no había Anita Berber, pero sí aroma a libros, el ruido de los ficheros y el centelleo acompasado durante la lectura de microfilms. Hasta me gustó cómo Björn se burló chistosamente de mis desnudos.  Nos iba bien.

Hasta que abandonó a su mujer.  Por mí, según dijo. Y repentinamente yo le debía algo.

 

“La muerte llega en cuestión de fracciones de segundo, las personas sencillamente se evaporan consumidas por las llamas”, leí dos años después de concluir mi tesis en un reportaje que trataba de las torres incendiadas de Nueva York. Cuando unos años después, me enteré de que en Suiza había sepultureros que hacían diamantes con las cenizas de los muertos, volví a pensar en personas que al morir se convertían en nada,  en  personas que se convertían en diamantes. Titulé el artículo “The Body of Death: Notes on Dying in a Postmodern Age”, y antes de darme cuenta, se lo había dedicado a Björn. Segundos después de teclear esas cinco letras, cuarenta, cincuenta segundos después mis dedos seguían rígidos sobre el teclado. Todo era pétreo, de nuevo.

Me pareció mal elaborar diamantes a partir de seres humanos. Como si las personas fueran transparentes, brillantes, lisas.

 

Ya habíamos ido por caminos separados durante siete semanas, cuando el penúltimo viernes del semestre de invierno (mi segundo como tutora científica), salí de mi oficina al pasillo para hacer pasar a la próxima estudiante. Ante mí estaba Björn. Debió haber esperado bajo la puerta misma, pues sentí su respiración, que rozó mis mejillas. Enseguida dio un paso hacia atrás pero el momento en que compartimos una respiración, un temblor, se acabó sólo cuando lo miré a los ojos y pude ver el miedo puro. Me estremecí.

 

Siéntese. Paga mi marido. Ven, vamos. ¿Es eso lo que queda? ¿Seis palabras, dos encuentros, una casualidad?  Eso fue lo que quedó de bello.

Lo feo comenzó cuando Björn se presentó en mi casa de Steglitz con dos maletas llenas y la superioridad de quien ha hecho un sacrificio. De ahí en adelante me exigió más atención y tiempo de los que estaba dispuesta a darle. Mis sentimientos hacia él seguían siendo los mismos, pero sus expectativas me volvieron en su contra. Quería ser indemnizado, cuando no recompensado por haberse separado de la mujer con la que había aguantado cuatro años de matrimonio y una serie de intentos frustrados de inseminación artificial. Por mí, por el gran amor que silenciosamente habíamos soñado en Buckow. ¿Pero qué clase de amor es ése en el que quien descubre en el otro algo que no le gusta dice “Me puedo ir cuando quiera”? Al principio su esposa no había estado de acuerdo con el divorcio. Las amenazas de Björn llevaron a disputas en las que la mayoría de las veces él salía triunfante y tomaba decisiones de las que yo misma me excluía, algo que provocaba una nueva pelea. Se había ido de la casa de su mujer, y yo, en consecuencia, estaba hundida en su culpa y todo debía ser perfecto conmigo, yo debía ser perfecta o por lo menos hacerlo más feliz de lo que su mujer lo había hecho.

Björn no comprendió todo lo que significaba para mí el programa de posgrado al que pertenecía desde hacía pocas semanas, mientras que a mí me resultaba incomprensible por qué él se quería mudar conmigo. Ser amado por dos mujeres me parecía directamente ideal para un hombre como él. Él era guapo de un modo ligeramente no convencional y tenía en la vida aspiraciones tan apasionadas como sencillas. Un tipo  fuerte, su cuerpo tan resistente que en su caso la enfermedad era como una burla. De hecho al principio no le creí que tenía cáncer, y lo tomé por una nueva jugada para extorsionarme. Al fin y al cabo, para esa época ya lo había abandonado.

Y en realidad, lo necesitaba.  Con excepción de las noches en que me comportaba impíamente y me sentía Anita Berber, siempre había sido insensible, más tímida y más exageradamente intelectual que los otros, hasta que Björn me transmitió la sensación de ser suficientemente normal para ser amada por un hombre como él y ser invitada a casa para las Navidades. Bajo circunstancias completamente distintas volvía ahora a realizar ese viaje y ya llevaba más de media hora cerca del ventanal que da al campo de Tempelhof.

 

–Es cáncer –dijo–. En el páncreas. Me voy a morir.

El pasillo estaba vacío, el fin de semana ya había comenzado para mi seminario, y las paredes nos rodeaban. Pensé muchas cosas entonces: La enfermedad y sus metáforas, Susan Sontag, el simbolismo de mis muertos romanos, todo eso. Björn se echó a llorar.

–No tienes que volver por compasión –dijo mientras caminábamos por la Grunewaldstraße entre la nieve recién caída.

Los faroles se encendieron. Uno comenzó a titilar nerviosamente, miré para otro lado.

–O para después no tener remordimientos –agregué.

Björn asintió. Éramos razonables, éramos adultos y sabíamos qué era lo mejor para nosotros: no más peleas, no más expectativas exageradas y disputas injustas.

–Lo superaré –dijo–. Soy fuerte.

La nieve amortiguaba cualquier sonido. Tal vez nuestra conversación habría sido otra bajo la lluvia. A menudo me he preguntado cómo una lluvia habría modificado el curso de los acontecimientos.

Nos despedimos en la estación Rathaus Steglitz, porque yo tomaba el bus y él el tranvía. Nos abrazamos poniendo tanto cuidado en evitar cualquier exceso de tiempo que al final fue sólo un roce. Pensé en Buckow. Cuando lo seguí con la mirada desde el bus, él no habría necesitado más que volverse una vez, echar una sola mirada a las ventanillas del 183, con sólo haberse detenido vacilante yo habría bajado de inmediato. Lo habría seguido, tal vez habría corrido. Mientras el bus se ponía en marcha, vi delante de mí las mejillas ligeramente rojas de Björn.  También habría podido presentarse en mi casa, en la Lauenburgerstraße; esa noche lo esperé. Habría reído y dicho que volvería con él, que lo acompañaría a la quimioterapia y lo ayudaría con toda esa mierda, porque lo amaba.

 

Probablemente no habría funcionado. Esa es la frase hecha a la que me aferro. ¿Acaso la mejor prueba no es su testamento, esa desvergonzada inhabilitación? Björn no preguntó como Augusto si había actuado con decencia la comedia de la vida,  sino que dispuso sumariamente que ese espectáculo tendría para el segundo protagonista un epílogo de culpa. Y concluyó con la fórmula: “Pero si he actuado muy bien, aplaudid. Alegraos de la vida, pues no es cierto que la muerte sea terrible sólo para aquellos que quedan. Vosotros seguiréis viviendo, volveréis a maquillaros como Anita Beber y seréis catedráticos en Ámsterdam, adonde quise invitarte, sólo seis horas de tren, pero el artículo debía estar listo para el lunes. Debo jugar al muerto, al ya no existente, no estoy más. No estoy más y eso me da asco. No tengo ganas de lo que supuestamente viene, no tengo ganas de nada.  La muerte es peor para el que muere, créeme.” Acto seguido falleció.

 

–Vamos, venga –dijo el jorobado y me miró, dudando de si podía tocar mi brazo.

Casi en el mismo momento en que vi que los primeros pasajeros ya subían al avión, sentí el sabor de las lágrimas en mis labios. Asustada, me toqué las mejillas. Efectivamente, estaba llorando. Y en verdad, yo nunca lloraba. Miré al hombre, y mientras me ponía de pie aparté la mirada y luego me dirigí de regreso a la sala de preembarque. Björn estaba muerto. No estaba más vivo. No pensaba más, no amaba más, no hablaba más. Su cuerpo estaba desintegrado, su espíritu apagado. Hasta el año en que terminé mi doctorado me costaba concebir la muerte de otro modo que no fuera simbólico. De pronto Björn estaba muerto, ya no estaba, no había nada, ausente para siempre, y yo no soy fuerte.

 

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