Peter Wawerzinek

Nacido en 1954 en Rostock; reside en Berlín. Peter Wawerzinek (nacido Peter Runkel) fue abandonado de pequeño en la DDR por sus padres.

 

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Peter Wawerzinek

Te encuentro/Amor de cuervos

 

Traducido por Nicolás Gelormini

 

Pensé, si me abandono escribiendo, podré huir del círculo vicioso del recuerdo. Escribiendo me adentré en los recuerdos más profundamente de lo que me agrada.

 

LA NIEVE ES LO PRIMERO que recuerdo. Cubierto de nieve se halla el mundo por todas partes, no hay nada que me produzca alegría, abandonado se encuentra el árbol en el campo, ha disipado hace mucho tiempo su follaje, solamente el viento sopla en la noche calma, y agita el árbol, mueve la copa con suavidad y habla como en sueños. Nieva apaciblemente en el lugar. Poco después la nieve comienza a caer con mayor fuerza. Muy a menudo es invierno dentro de mi cabeza. Nieva con tanta frecuencia que pienso que en mis años del hogar para niños hubo solamente nieve, invierno y frío glacial. Me veo a mí mismo muy arropado. Escarcha y moco pegados en la nariz. Soy el eterno niño invernal entre los niños invernales, construyendo el cotidiano hombre de nieve. Es noviembre. Estoy sentado en un espacioso automóvil, una limusina negra. Tengo solamente cuatro años y estoy en el gigantesco automóvil. Blanco nieve es el paisaje que tengo en mis recuerdos. El conductor es una silueta oscura. Un día cubierto de nieve es el día que recuerdo como el primer día de mi vida. Un día de un gris profundo, que por la mañana comienza rojizo y parece que va a ser bello. Un día ensombrecido, cubierto de nubes, que se resguarda detrás de una manta de nubes, que no puede dejarse ver como día durante el día, que va cediendo el terreno a la nieve, que remolinea desde el cielo gris como el polvo sacudido de una vieja gualdrapa. Como la liebre que en su carrera por las llanuras no puede adelantar al erizo, la nieve me llama a voces: ya estoy aquí. ¡Ay, recio invierno, cómo eres frío!, has deshojado el verde bosque, has marchitado las florcitas, las coloridas florcitas se han puesto pálidas, el ruiseñor se nos ha escapado volando, escapado, cantará nuevamente alguna vez.

 

La semana pasada ha muerto en Schwerin la pequeña Lea-Sophie de cinco años. Sus padres la habían dejado morir de hambre. Una semana antes de su muerte el asistente social a cargo no había insistido en ver a la niña. Contra la Oficina de Protección de Menores se han presentado denuncias por omisión del deber de socorro.

 

ME ENCUENTRO en camino hacia un hogar de niños. No tengo idea hacia dónde me han de llevar, no sé qué me espera al final del viaje. Me encuentro sentado en una limusina. Es de madrugada. Hay niebla en el paisaje. En la niebla, el granito en las calles se vuelve transparente. En la niebla todas las cosas de la naturaleza aparecen como recubiertas por una gelatina de cristal. En la niebla lo liviano se vuelve más pesado que la masa de un planeta arrojada en el platillo de la balanza mundial. Lo imperceptible recién entonces puede ser experimentado íntimamente en toda su nebulosa vaguedad. El granito durmiendo imperceptiblemente a la vera del camino, grande, mudo, enteramente ignorado en un día corriente, mira, sin embargo, con más atención, se destaca en la niebla con mayor vivacidad, gana en dignidad. En la niebla descansa todavía el mundo, todavía sueñan el bosque y las praderas: pronto verás, cuando caiga el velo, el cielo azul sin disimulo, el mundo vaporoso, con el vigor otoñal, fluir en frío oro. Vida es niebla y niebla es vida. Leídas en retrospectiva, y en prospectiva, ambas palabras, nieblavida y vidaniebla, bien podrían hallarse, enmarcadas en oro, en mi piedra sepulcral. Sé que la niebla a mi alrededor se lleva bien conmigo.

 

EL CAMPO REPOSA como un salto de cama. Es como si escuchara graznar a una corneja. Desde entonces siento reverencia por las cornejas. Me preservo de este primer día del que soy consciente, inseparable aprecio por las cornejas y el vapor de niebla. Hablo de niebla y cornejas, cuando se habla de ligereza y del peso de la Tierra, de la desaparición de las cosas en la niebla. Lo misterioso en la niebla es a su vez liberado de su misterio íntimo, ninguna cotidianidad más. Lo más bello para mí es la niebla cuando las cornejas gritan y no se las puede ver y jamás a quién llaman. Cornejas de niebla he visto. Las cornejas de niebla han de seguir siendo hasta el fin de mis días las aves de mi destino. Las cornejas de niebla me acompañan por la vida. Soy fecundado en la niebla, engendrado en la niebla. Vapores de niebla son la bolsa amniótica en la que he llegado a ser. Sé que en la niebla se encuentra oculto el padre de quien nadie sabe. Sé que en la niebla se encuentra resguardada la madre que ha olvidado quién soy. Soy un mortal salido de la niebla, no expulsado por contracciones del tracto genital de mi madre.

 

En marzo de este año se dio a conocer en el municipio de Bromskirchen, en Hesse, la muerte por hambre de la pequeña Jaqueline de catorce meses. Con sus seis kilos solamente, la niña pesaba la mitad de lo que pesan otros niños de su edad. La niña no había visto un médico desde hacía meses.

 

ES EL OTOÑO TARDÍO. Septiembre. Octubre. Noviembre. Puede que sea enero, febrero, junio, julio, agosto. Sólo en el recuerdo parece tan maternalmente dulce. Escribimos el año de 1954. He nacido. La guerra ha terminado hace nueve años. La guerra nunca ha terminado, dice el entendimiento. Los escombros han sido quitados en su mayoría. Detrás de la comarca, detrás de la ciudad, detrás de las metrópolis, donde se ha podido abrir hoyos, yacen los escombros acumulados en montañas. Montañas que son parte de la imagen del paisaje. Como todas las guerras que se han llevado a cabo en el mundo, de manera ininterrumpida, desde que he venido a parar a este mundo. Pacto de Varsovia. Ejército Nacional del Pueblo. El vientre de mi madre, compuesto por unidades, yo, en él, acuartelado. Vocación profesional: policía del pueblo. En el vientre de la Unión Soviética, que le ha concedido a mi madre amplios y dilatados derechos de soberanía. Por el lado materno, abandonado en dirección al oeste, acogido en el hogar para niños pequeños, hacia el vigésimo aniversario del Partido Comunista de la Unión Soviética.

El auto se llama Tschaika como Gaviota. De cuatro puertas o de cinco. Ya no lo puedo decir. Tiene como doscientos caballos de fuerza bajo el capó, se vanagloria orgulloso el conductor del vehículo. Máxima velocidad ciento sesenta kilómetros por hora, que es utilizada, al máximo, en un terreno de aviación. Un sentimiento, él puede decir, dice el chofer y se besuquea en la imagen del espejo, de modo tal que su lengua chasquea. Él preferiría pasearme por todo el país, despegar, elevarse, perturbar la calma omnipresente de las cimas, mostrárselo a las comadrejas, batirlas y silbarles la marcha del aviador: erecto como una vela asciendo hacia el cielo, vuelo directo al sol, debajo de mí hacia la muchedumbre, silbo con respeto. Hip, hip, hurra.

Pregunta: ¿es cierto que el stajanovista Iván Ivánovich Ivanov ganó en la Exposición Mundial en Moscú un automóvil de la línea de lujo Gaviota? Respuesta: en principio, sí, pero no se trataba del stajanovista Iván Ivánovich Ivanov, sino del alcohólico Piotr Petróvich Petruschkin, y él no ganó un automóvil de la línea de lujo Gaviota, sino que robó una bicicleta.

Desde que comenzó la nevada, golpea la nieve contra las ventanas. Nieve de noviembre, nieve de noviembre, se regocija el niño, que en el cuarto año de su vida no habla en absoluto, parece retraído en sí mismo, y comprende todo, recoge cada palabra, y sabe además una cosa, precisamente que la nieve indiscreta también ha escuchado, que habrá de observar de ahora en más al niño enmudecido en sí mismo, al huérfano de madre y padre, y lo saludará afectuosamente.

Nieva en el interior del automóvil, de la limusina de mi infancia. La nieve cae tanto en el interior como en el exterior. Mi vida no conoce otra estación del año, sólo el invierno. Durante todo el año reinaron preinvierno, invierno, posinvierno. Los años se encuentran dispuestos en fila como muñecos de nieve, vestidos nada más que con tiestos agujereados sobre sus cabezas, y zanahorias allí donde las narices suelen ir en las caras. Y permanentemente hay niebla a mi alrededor. Años de nieve de niebla. Días de niebla de nieve me dan estatura. Me yergo en quimeras mentales. A mí jamás me fue abierta la puerta de una limusina por un chofer. Muchas puertas permanecieron cerradas al recién llegado, prohibidas al niño. Me veo tomado de la mano, en un rincón postrero; en espacios sin brillo. Cotidianidad y ritmo. Recolectar y agarrar manos. Llegar marchando, partir marchando, firmes, marcar el paso, izquierda, derecha, tres pasos adelante, dos al costado, desenlazar las manos, detrás de la silla, tomar el respaldo con ambas manos, dejar de hablar, no hacer muecas, dirigirse tranquilamente hacia la silla, no correr, tomar asiento en la propia silla, mirar hacia adelante, mirar el plato propio, utilizar la cuchara y comenzar con la comida después de que se ha dado la indicación. Terminar de comer, como un buen niño, todo lo que se encuentra en el plato. Permanecer sentado hasta que el último haya terminado con su comida. Pronunciar fórmulas de agradecimiento. Incorporarse, retirarse, dirigirse a la habitación, terminar de tender la cama, dormirse a la orden, dirigirse al cuarto de baño inmediatamente después de despertarse. No amontonarse todos junto a un lavamanos. Regresar y peinarse el cabello. Encontrarse en tres minutos en el corredor.

Para saber qué ha sido de mí me conduzco a través de barreras herméticas hacia estructuras firmes, verificadas, para asegurarme de mis propios recuerdos, para obtener pruebas y certezas, allí donde no es posible comprobar la huella del oro sobre los espacios prohibidos, y falta la inclinación, no hay inclinación y tampoco ningún otro espacio abierto durante los decenios prolongándose hasta el tiempo presente. Permaneces ante los portones del recuerdo, ante las puertas cerradas, ante puertas de la imposibilidad, pues la cotidianidad era trajín y precepto. Tú has funcionado, has logrado realizar trabajos de manualidades grupales en las horas de esparcimiento más requeridas; hasta allí tu hogar era un sobre provisto de sellos y espléndidamente lacrado. Hasta allí no tenías la sensación de un arresto.

Acordarse del tiempo implica ir a parar a las superficies de las aceras colocadas de manera subrepticia, superar los años de aislamiento, abrir finalmente, escribiendo, las puertas, portones, portales, compuertas no superados e ingresar en la verdadera identidad. Ingresa en la catedral por el soberbio portal, ingresa por una vez en todos los días absurdos, ingresa, en tus zapatos polvorientos, oh, ingresa, para solazarte un par de minutos, ingresa en la catedral, pequeño hombre, ingresa, aquí te envuelve la calma, todas las pupilas se ensanchan, todas las pupilas se vuelven gigantescas y resplandecen en los colores de las ventanas. Todos los pechos se ensanchan, aquí se respira grandeza, grandeza se respira aquí. Y un coro canta: el hogar han erigido los hombres, a, a, para enseñar a caminar a los pasos, para honrar la grandeza del hombre.

 

Celestine tolera sólo con dificultad los mercados de artesanos. Cuando la pequeña berlinesa de doce años estuvo hace un par de meses en una escuela-taller Bauhaus, vio apoyada en los largos anaqueles una cinta adhesiva plateada... y tuvo que abandonar inmediatamente el edificio. La cinta adhesiva le recordó su martirio, al que ella pudo sobrevivir en otro tiempo con gran esfuerzo. Como ella gritaba demasiado, durante semanas, quizá durante más tiempo incluso, sus padres le cerraron la boca con una de aquellas cintas. Sólo dejaron un pequeño orificio para que pudiera respirar.

 

LA RAZÓN CONDENA como ilusión la imagen por mí recordada de haber sido conducido en el gran auto de lujo. Trece años después de la Segunda Guerra Mundial ningún protegido de cuatro años era llevado por un chofer en lujosa dignidad desde un hogar para niños pequeños hasta el próximo hogar para niños preescolares. Yo, sin embargo, no quiero quitarme esta ilusión de la cabeza. Yo no quiero haber sido llevado como el huérfano mudo sobre una motocicleta traqueteante detrás de ese hombre con abrigo de cuero hacia el hogar para niños. Yo no he sido acarreado en moto alguna. Yo viajo en limusina. Yo soy un huérfano. La motocicleta ha sido remplazada por la limusina. El recuerdo ha sido remozado. Obcecado me opongo a la razón. Obcecado insisto en la limusina descapotable, provista con seis o trece puertas laterales, bajo una –si fuera por mí- capota automática, que se deja abrir y cerrar según mis deseos, incluso si en el contexto de la Unión Soviética, en que se producían y conducían Gaviotas, nadie sabía nada de un techo corredizo. Siempre que experimento deseos, viajo de pie en el asiento trasero. Siempre que quiero, corro el techo para abrirlo o cerrarlo, de modo que la nieve me encuentre y forme copos, y alborote conmigo en el asiento trasero. Avanzo con mis recuerdos contra cualquier razón íntima. Pensamientos deseantes me auxilian en el comienzo de mi viaje de recuerdos, como un niño de cuatro años, contra toda razón hacia la ilusión de la limusina. No me agrada ser acarreado en un transporte colectivo, en alguna ambulancia o transporte de ganado o haber sido transportado en un ordinario autobús de larga distancia hacia el hogar para niños.

 

SI ALGO LE AGRADEZCO A MI MADRE NATURAL, es mi sentimiento íntimo por la nieve, que a mí me gusta denominar mi sensibilidad para la nieve. Era una madre que tenía cuatro hijos, la primavera, el verano, el otoño y el invierno, la primavera trae flores, el verano el trébol, el otoño trae las uvas, el invierno la nieve. Me encuentro sentado junto a la ventana y miro hacia el jardín de mi primer hogar para niños, donde hace días cae nieve desde todas las nubes, donde la nieve yace sobre la nieve y se pueden ver pájaros pequeños, que no encuentran comida alguna en la nieve, se reúnen alrededor de la pajarera, se alimentan de las semillas de girasol en el recipiente con grasa. Grasa derretida por mí bajo los ojos vigilantes de la cocinera, llamada señora Blume, y colocada en la maseta, provista de semillas de sol.

En la mesa de trabajo, sobre el trabajo escrito, estalla el sueño de mi limusina, tal como han de reventar todos los bellos sueños, prolongados gracias una existencia embellecida de la verdad, alrededor del globo terráqueo, sin importar cuán a menudo y con cuánta constancia sean soñados por los hombres en estado de desesperación.

Llego. Entregado como una mercadería, soy conducido hasta el hogar para niños, que yo experimento como un escenario. Da igual desde qué lateral me introduzca en los años de mi infancia, siempre cae la nieve y las tejas de ladrillo de las casas son rojas como la sangre.

 

SE ABRE EL TELÓN hacia el pequeño escenario, sobre el que comienza a nevar. El escenario está envuelto en brillante tela color rojo sangre. Como si mirara dentro del desgarrado vientre materno, en la cavidad materna. El hombre del abrigo de cuero sigue conduciendo. Oigo el tono de su automóvil desde atrás del escenario. El ruido ha ido mutando paulatinamente, a través de las décadas, del sonido de una motocicleta al de una limusina. Una escalera de piedra de tres escalones, sobre los que se hallan de pie tres damas de blanco, es empujada por los robustos tramoyistas delante de la fachada de la casa. El enérgico hombre del abrigo de cuero, envuelto hasta las pantorrillas en el pesado cuero, ingresa y arrastra tras de sí al pequeño muchacho, que tiene cuatro años y soy yo. Soy conducido por el hombre del abrigo de cuero ante el hogar para niños, delante del cual me habré de encontrar otra vez recién treinta y tres años más tarde; de pie, colmado de curiosidad y desconcierto, solamente unos meses después de la caída del muro en Berlín. Voy de la mano del hombre del abrigo de cuero, que es una montaña, cuya cabeza de cima no logro ver, no importa cuánto me esfuerce por lograrlo y haga contorsiones con el cuello. Él me arrastra, me remolca, bajo el rocío, no toca siquiera un timbre. Le abren la puerta antes de que estemos sobre la escalera.

El hombre del abrigo de cuero desea a las mujeres un buen día. No quiero tener que presenciar esta escena. Me aprieto detrás del hombre del abrigo de cuero, que saca un estuche pequeño y elegante, allí tiene tabaco y papel, y arma cuidadosamente un cigarrillo. Blanco nieve se halla el cigarrillo armado sobre la mano del hombre del abrigo de cuero. Blanco nieve se enciende entre sus dedos y brilla incandescente cuando gesticula con el brazo. Todo esto lo veo y no lo veo, a pesar de que no veo casi nada de todo. Antigua regla de marzo, dice el hombre, arroja humo hacia sus palabras. Humo, que asciende en turbulenta corriente sobre el hombre sin cabeza en ondulante movimiento, se torna inestable por sobre sus espaldas y desaparece en el vapor del día. Gregor, la golondrina llega al el puerto marítimo. Benedikt, ella busca en la casa su lugar. Bartholomäus, ella se ha ido nuevamente. Antiguo pronóstico de campesino, dice el hombre que fuma, dice que el hombre ha de salir al campo el diecinueve del mes para mirar el cielo. Si está claro, permanecerá así durante todo el año.

La mujer corpulenta asiente con la cabeza: si usted lo dice. Hasta aquí no se ha equivocado nunca. El hombre echa bocanadas de humo y habla y vuelve a echar bocanadas de humo. El cigarrillo no deja de largar humo. Las institutrices sonríen complacidas. Esperan recibir al niño del día. Yo garré al chiquitín mocoso, dice el hombre del abrigo de cuero. Manotea detrás de sí en el vacío, porque me sustraigo a su intento de agarrarme, me aparto de su pesada mano. No puedo disolverme en el aire. No logro ascender por el abrigo, que parece estar hecho de un material duro, pertinaz. No encuentro siquiera una hendidura para aferrarme. No puede resguardarme en ningún lugar.

Nad de esconderse entonces. Exhibido con frescura, qué espléndido muchachito eres. Con la seguridad para atrapar del hombre, que puede tomar por las branquias un bacalao que se agita intensamente, el hombre del abrigo me toma en el segundo intento por las espaldas, me arrastra hacia delante, presenta su pesca ante los ojos admirados de las institutrices, que llevan sus manos a las mejillas, y que gritan con una sola boca: pero no éste, precisamente éste. Se despiden del hombre que fuma, tan rápido como es posible. Se conduce al niño hacia su nuevo reino. Un hogar que huele muy bien. Esto lo percibe el niño de inmediato. Soy delgado. Increíblemente retrasado, me increpa la directora del hogar. Soy retrasado, piensa el muchacho que soy yo.

La noticia de que han traído al hogar a un niño retrasado hace que el personal se concentre alrededor del recién llegado, que ahora se encuentra en el centro de un interés sin disimulo: considero que la cabeza no se corresponde con el resto. Mi Dios, miren lo que son esos pies. ¡Qué bracitos más delgados tiene! Encuentro simpáticas sus orejas. ¡Miren! Lo que son las costillas solamente. Las institutrices se encuentran delante de mí con las cabezas inclinadas hacia un costado. Miran hacia abajo, desde sus cabezas inclinadas hacia el costado, hasta mí, y me recorren de arriba a abajo. Me alzan. ¡Qué liviano es! Como una pluma; casi no se siente nada en el brazo.

La cabeza sobre mi cuello es, ostensiblemente, demasiado grande. El cuerpo, junto a la cabeza, parece un huso raquítico y doblado. Me dicen araña. Me llaman el bracito delgado; en cuanto a las piernas, postillón, mantis religiosa. Me colocan en la bañera, me refriegan con un cepillo áspero. Me friegan y enjuagan las orejas. Me cortan el pelo, me recortan las uñas. Llega el médico. Me acarician amorosamente el cabello. Quieren quitarme el miedo al doctor, quien lleva una bata blanca de inocencia blanca como la nieve. Otros niños gritan pidiendo que el médico se quite la bata. A mí la bata blanca no me genera miedo alguno: ¿Estás acostumbrado a las batas, no?

Me agarran del brazo derecho, por la muñeca. Pronuncian la palabra mamá. Me toman el pulso. Permanece constante, no se altera cuando pronuncian la palabra madre. La palabra madre es un concepto que no excita a mi persona. La palabra vuela a través de mi cabeza como una flecha a través de un pabellón vacío. Con las palabras pradera, playa, pelota, casa, al menos sé hacer algo más, pradera es juego y zumbido de hormigas, comer al aire libre.

La lista de reparaciones necesarias es larga desde hace tiempo. Me encuentro desnudo ante el doctor. El doctor me pide que respire profundamente, con fuerza, que retenga el aire en mis pulmones. El doctor me va palpando, desde una vértebra cervical hasta otra vértebra cervical, a lo largo de la columna vertebral, hasta las nalgas, con dedos afilados a lo largo del interior del muslo. Él examina mi pantorrilla, el tobillo, aprieta sobre mi vientre, busca con las yemas de sus dedos ingresar detrás de mis costillas, presiona con la punta de sus dedos en ambos hoyos de mis clavículas. Tengo que separar los dedos de los pies. Me dejo torcer la cabeza, extender el cuello, me paro derecho, arqueado, escucho crujir mis articulaciones, estoy acostumbrado a los procedimientos, no me quejo, hago las cosas tal como me recomiendan, miro al pasar al médico, alzo la vista y miro a las mujeres de arriba hacia abajo, hacia sus blusas, broches, dedos, manos, faldas, cinturones, pliegues, caderas, medias, las puntas de sus zapatos y de sus cabellos. ¿Duele? Niego con la cabeza. ¿Duele? Niego con la cabeza. ¿Duele? Niego con la cabeza a todas las preguntas. Veo que el médico observa con preocupación, apartándose de manera precipitada. Habla en un tono bajo. Las institutrices me examinan con fijeza, miran al médico, antes de asentir simultáneamente con la cabeza. Una institutriz se suena la nariz con su pañuelo y se va. El doctor comenta los hallazgos y determina las tácticas a seguir. Tres años, implica que va a llevar. El tiempo pasa rápido. Con el retrasado hay que formar un no-retrasado, antes de que se me permita ir al internado de escolares. La directora del hogar añade: ¿no te gusta hablar? Está bien. ¿Con nadie? Yo soy la Bani. Me puedes decir Bani. ¿Prefieres callar? A veces es mejor seas silencioso. El pez allí en el acuario, escúchame, tampoco habla mucho.

 

En tanto órganos de articulación u órganos de fonación se designan aquellas partes del cuerpo que son utilizadas para la ejecución del habla. La nariz. El paladar. La lengua. La faringe (pharynx). La epiglotis (epiglottis). La laringe (larynx) con los pliegues vestibulares y las cuerdas vocales. La traquea (trachea). El pulmón y el diafragma. Su disposición en el cuerpo humano es de gran significado. Si la laringe de un perro tomara la posición de la del ser humano, entonces el perro podría producir sonidos articulados similares. Los sonidos articulados son ondas sonoras. Para producir ondas sonoras, el pulmón pone en movimiento una corriente de aire. Los sonidos articulados se producen cuando el aire es conducido por el pulmón a través de la laringe hacia la parte superior del tracto articulatorio (boca, nariz, faringe). Esta corriente de aire se denomina egresiva. La corriente de aire egresiva es desplazada con las vibraciones. Las vibraciones surgen en la laringe. El cartílago conduce las vibraciones de las cuerdas vocales. El espacio libre entre las cuerdas vocales es denominado glotis (glottis). Las cuerdas vocales y la glotis contribuyen a la fonación, la altura de los tonos y la intensidad del sonido. Los fonemas sonoros, vocales y consonantes como [m], [b], [d], surgen cuando la glotis se estrecha hasta dejar sólo un resquicio y vibran las cuerdas vocales. Con excepción de las [n], [m] y [ŋ], todas las consonantes y vocales en alemán son sonidos articulados orales. Desciende el paladar. El aire quiere fugarse ahora por la boca y la nariz. Se producen vocales nasalizadas. Desciende el paladar blando. La boca está cerrada. El aire corre por la nariz. Se forman las consonantes nasales [n] y [m]. Los labios se apoyan uno sobre otro, pueden maniobrarse la [m] y la [p]. Los labios se abren ampliamente, [u] y [o], surgen las palabras un y hoy. El maxilar dirige los labios. La lengua es un articulador móvil. La lengua puede ser empujada hacia adelante y presionada hacia arriba, para la [i] se retrae la lengua hacia atrás; para la [u] se la alza ligeramente; hacia atrás y presionando hacia abajo, si el hombre quiere decir [a]. Un síntoma característico del bienestar es, en los lactantes, el balbuceo. El balbucear del niño es una lúdica finalidad en sí. La repetición incesante de sílabas aisladas, cuyas libres modulaciones producen magníficos monólogos de balbuceo, repercuten beneficiosamente sobre los órganos articulatorios, los entrenan y pulen su funcionamiento. El niño es su propio logopeda.